Fin de viaje: Carta a mi amiga desconocida

El Chorrillo, 3 de julio de 2016

Hace algo más de una década, durante un largo viaje por los países del Pacífico, trabé amistad con una mujer a través de uno de mis blogs de viajes. Fue mi amiga desconocida durante mucho tiempo, cayó accidentalmente por mi blog y sin saber desde qué parte del mundo me escribía ni otros datos personales, ni siquiera su nombre real, iniciamos una larga y rica correspondencia mientras mi viaje discurría por Filipinas, Malasia, Indonesia, Sri Lanka, India y posteriormente por los países africanos al sur del ecuador. Una apasionante correspondencia y amistad que, recordándola durante el viaje de este año, me llevó a indagar la posibilidad de saber de ella después de más de una década. La escribí desde Armenia a un viejo correo que encontré en algún lugar, pero no obtuve respuesta. Hace un par de días, sin embargo, me llegó inesperadamente un mail suyo procedente de una dirección en desuso. Fue muy grato reencontrarme con mi amiga desconocida. Hoy me sentí impulsado a contestarla. Después de llevar escritos un par de párrafos comprendí que esta misma carta bien podía servirme para cerrar el ciclo de mi viaje de este largo año a través de Asia, Australia y Nueva Zelanda. Servirá también como colofón para el libro en que estoy trabajando y que recogerá los post escritos entre diciembre del pasado año y este mes de junio.



Querida amiga desconocida:

Esta tarde leo a Onetti tras la siesta, en porretas, frente al ventilador, después de haber mirado, tras abrir los ojos, durante un largo rato, el cuerpo enigmático de una mujer que, como una Gioconda salida de entre las olas, me mira insistentemente con los ojos cerrados invitándome a la meditación; después, en fin, de darme un chapuzón en la piscina que me ha dejado el cuerpo fresco y animoso para comenzar mi rato de lectura. ¡Cuánta belleza se esconde por los rincones de los cuentos de Onetti! Fue así que me volví a acordar de ti, de tu hijo descifrando los dibujos de Saint Exupery de El Principito, de aquellos largos párrafos que intercambiamos sobre el amor y otras cosas de menor importancia; quizás imaginé el deje sureño de la voz del Onetti y quise encontrar a través de él el de mi amiga desconocida, esa voz que nunca escuché y que probablemente encontraría en la música de Gardel. Quizás, ya sabemos lo caprichosa que es la memoria.

Es curioso, desde que aterricé en Barcelona después de un largo viaje de más de un año por el mundo, hace ya un par de semanas, no había vuelto a sentir la necesidad de escribir hasta este momento después de haberlo hecho ininterrumpidamente durante todo ese año. Incluso había llegado a barruntar que punto final,  que a otra cosa, que era hora de dejar tranquilas a las palabras. Sin embargo, la hora de después de la siesta junto a un buen libro es una hora particular que, en ocasiones, cuando los astros se alínean en una determinada posición, hace posible pequeños milagros como este de recuperar la escritura. Me sucedió muchas veces. Es el caso que, recordando aquellas lejanas cartas nuestras donde, al pairo de los posts que escribía entonces, mientras viajaba por Filipinas o Malasia, tantos temas se fueron degranando; que, leyendo a Onetti y salido poco antes de esa especie de meditación frente al desnudo de un enigmático cuerpo femenino oriental, tuve la sensación de encontrarme ante alguno de aquellos asuntos que por entonces tratábamos de desentrañar, pero sobre todo junto a aquella amiga desconocida de la que durante mucho tiempo sólo conocí el color de sus ojos y sus palabras.  

El cuento que leo, Convalecencia es su título, habla de una mujer y de una playa. La vida no para de ofrecernos a cada instante elementos de reflexión, un hombre con quien cruza unas palabras, una familia que cada mañana ocupa su sitio a unos metros de las olas, tres chicas a las que acaso la protagonista vestiría con otros vestidos y otros colores, pero en cuya indumentaria descubre al final una sintonía con el azul del mar más propio del lugar. Cuántas pequeñas cosas que con los ojos cerrados se introducen en los resquicios de nuestro cerebro aliviándonos de un peso, dejando caer una pregunta, sugiriéndonos qué se yo... Y mientras las olas seguían ahí produciendo un rumor de campanillas a la vez que sus aguas y su encaje blanco retornaban al mar por el declive de la graba.
Y recuerdo remotamente que tenías una bonita relación afectiva con tu padre, que él murió, que te dejó una casa como herencia junto al mar, que trabajabas muchas horas y que aprovechabas un largo trayecto en automóvil todos los días camino del trabajo para pensar en esto y aquello; y recuerdo cómo hablabas del amor defendiendo con pasión un punto de vista que debía de chocar por entonces con ese amor chiquito mío que una antigua novia de entonces se esforzaba en rebatir. También recuerdo que hablamos de lo mucho que dicen los ojos de la gente y que en aquella ocasión accediste a regalarme una fotografía de tus ojos (el resto debía de pertenecer todavía al anonimato) que yo te solicité para acompañar un largo post que titulé Miradas, y que ilustré con los ojos de niños, mujeres, ancianos y ancianas de los países que por entonces atravesaba. 

Lindo recordar todo esto, lindo encontrarse con el pasado, con nuestros pensamientos y preocupaciones de entonces, lindo dejar transitar el pasado por la misma calle que en este mismo instante recorren nuestros pies, nuestros deseos, nuestros proyectos, nuestra perplejidad ante el paso del tiempo o la certeza de que todo esto dentro de unos pocos años dejará de existir porque nos iremos definitivamente pese a que se queden los pájaros cantando y las campanas de la iglesia siga repicando allá lejos sobre los sembrados.
Te leo hablar de teléfonos móviles, de la pérdida del anonimato, de un mundo en donde todo parece estar al alcance de la mano con una sensación de cierta desesperanza, un mundo donde el misterio está siendo ahogado por el pragmatismo y las nuevas tecnologías. Yo también siento que día a día nos vamos quedando sin espacio, sin silencio (un ruido creciente nos rodea), sin esa pizca de misterio que la Laura Díaz de la novela de Carlos Fuentes defendía a capa y espada. A algo así me suena esa renuncia al anonimato que mencionas en tu mail. 

Esos retazos que la memoria va dejando distraídamente en el jeroglífico de la memoria son un regalo que puedo considerar como una excelente plan de pensiones para ya mismo, pero sobre todo para el futuro, cuando contemplando a la tarde la línea del horizonte bajo el rumor de las hojas de los álamos vuelva a revivir ese dichoso tiempo, el de un viaje, el de una novia, una amiga desconocida, unos hijos, tu pareja de siempre. ¿Sabes?, llevo unos días que cuento los años que me puedan quedar con la misma perplejidad con que todavía me asomo al mundo de lo femenino, una perplejidad que a veces se hace ternura, otras deseo de conocer y comprender y que en otras muchas se transforma en simple contemplación.  La vida es una cosa rara que no se merece menos.

Hace ya un buen rato que dejé atrás la hora de la siesta. Me alegro enormemente haberte reencontrado.

Cierro los ojos y te mando otro abrazo de oso.