Un paseo por las calles de Turín



Turín, 5 de agosto de 2018 



Esta necesidad de hablar conmigo mismo que arrastro desde tantos años atrás, especialmente en esas largas caminatas por montañas o por el suelo patrio, hoy en un aeropuerto italiano, mañana en cualquier parte del mundo… Siempre la duda de su continuidad, o más bien la duda de compartir estas impresiones en el miradero de las redes.

Reflexiono ante este hecho y encuentro que la persistencia de los pensamientos es tan liviana a veces que necesita de la escritura para llevar a éstos adelante y darles una cierta trabazón, trabazón para mí, se entiende. ¿Por qué y para qué? Acaso simplemente para aclararme o también porque surge así y en vez de coger la calle de enfrente tuerzo a la derecha sin que tenga que preguntarme constantemente por la razón de estos actos. Estoy en el mundo, estoy vivo y mi cuerpo, además de respirar y mi corazón bombear sangre hacia mi cerebro y mis extremidades, secreciona sustancias o pensamientos que a veces van a parar a las yemas de mis dedos como pajarillos ociosos que se ponen a cantar a la vera del camino sin razones especiales, simplemente porque les sale de dentro.

Así era esta mañana, mañana de domingo, mientras atravesaba a pie la ciudad de Turín camino del autobús del aeropuerto. Había salido del hotel y las calles estaban desiertas y recordaba una mañana similar en las calles de Santiago de Chile en que un autobús nos había dejado al borde de la madrugada en el paisaje desértico sus calles silenciosas. Impresiona una ciudad vacía en la que el sonido de tus pasos no tienen otro eco que el silencio de los durmientes arropados en el obligado descanso dominical. Y yo atravesaba las calles, esta mañana ayuno de pasiones y proyectos, y me preguntaba sobre la aleatoriedad de cómo vienen los deseos y se instalan en los conductos neurales y si, como decía el protagonista de El mundo de Apu, la única razón de vivir es vivir, lo que equivale a decir que no hay razón para la vida, que se vive y sanseacabó, entonces no hay nada que hacer que no sea dar un paso tras otro, seguir adelante. Pero me asaltaba una duda, me venía a la mente aquella vieja sentencia de Séneca de Vivir es militar, nada que sea quedarse con los brazos cruzados, la vida es litigio, lucha… ¿Entonces? ¿Y lucha para qué? ¿Para no caerse de la bici tener qué seguir pedaleando? ¿Para no caer al suelo seguir batiendo las alas en el aire? 

Y en esto pasó frente a una iglesia que tiene las puertas abiertas de par en par, ya empieza a hacer un calor de órdago, y oigo lejanamente los cantos que acompañan la liturgia de una misa. Y sus fieles me parecen resucitados medievales salidos de una mala comedia de Woody Allen que a falta de ciertas desmesuras del sexo han elegido a un alienígena divino para que ajuste sus problemas personales y su miedo a la muerte. 

Vivir, traer hijos al mundo, ¿reproducir at infinitum los dictados ciegos de la especie cuyo único cometido es mantener el flujo palpitante de la vida en continuo movimiento? Ayer en un whatsapp de mi familia Ana había puesto una imagen de mi nieto Manuel con la cara de llena del tomate de unos macarrones que se estaba comiendo; enseguida yo localicé una foto similar de su padre, mi hijo Mario, a la misma edad que su hijo en parecida situación. Casi cuarenta años separaban a estas dos imágenes idénticas. La envié. Me pareció un fiel ejemplo de esa reiteración con que la vida se repite de padres a hijos. ¿Estamos condenados a repetirnos, replicarnos durante generaciones a nosotros mismos sin otras pautas que nos sea volver a engendrar para que nuestros hijos a su vez engendren y vuelvan a hacerlo nuestros nietos? Mirando a la Naturaleza tal cosa es tan evidente que parece ridículo que los humanos queramos ser especiales y salirnos de esa norma tan lógica y que queramos así a la postre cargar de significados extras nuestra existencia. Los ciclos de las plantas, las hormigas correteando por todos los entornos del planeta muriendo y reproduciéndose, los peces en la inmensidad de su número y las aguas en que viven… a todos ellos, y a cada uno en particular, ¿alguien en su sano juicio se atrevería a asignarle una finalidad que no fuera única y exclusivamente la de reproducirse infinitamente? 

Estoy en el aeropuerto, levanto la cabeza del teléfono en el que voy dejando estas consideraciones, y me encuentro con cientos de pasajeros, con grandes paneles que anuncian coches, productos de cosmética, películas, tantas cosas destinadas, según los anunciantes, a hacer a la gente que los mira “felices”; de hecho tantas cosas para “hacer felices” con sus beneficios aquellos que venden coches, cosméticos o películas. Todo un magnífico proceso de retroalimentación en el que estamos insertos la mayoría. Autoengaños y engaños en definitiva para mantener en movimiento un sistema sin rumbo, uns vida que no tiene finalidad, pero que ya que estamos tenemos que darles un aire de consistencia que alimente el engranaje de la propia subsistencia sin que tengamos que hacernos demasiadas preguntas. 

Y en esta función en que cada uno estamos metidos, a estas alturas me surgen otras preguntas relacionadas con mi “manía” de llenar de palabras con las yemas de mis dedos la pantalla de este pequeño trasto telefónico. Por ejemplo esa costumbre, no sé si buena o mala, de airear mi soledad, mis manías, mis lecturas o mis puntos de vista sobre esto o lo otro en el pizarrón del ciberespacio. Mientras un hormiguero humano parte hacia distintas partes del mundo o aterriza procedentes de lugares remotos en este aeropuerto a mí, que estoy desocupado y que llegué al aeropuerto horas antes de la salida de mi vuelo, me da por divagar por allí por donde mis pensamientos les da por tirar. Así fue cómo recordé al tal Casado (llevó mes y medio sin abrir un solo día la prensa) que parece haber sido elegido para un puesto de responsabilidad en la derecha de nuestro país, y me admiro de que un niñato como este hombre se le pueda dar vela en el entierro de la fiesta nacional. Y parece que sí, que en esta democracia que vivimos (la palabra democracia siempre debería escribirse entre comillas) cualquier sinvergüenza o imbécil de turno podría gobernar un país. Es tal el ínfimo nivel de nuestros políticos (ah, la dichosa e inevitable costumbre de generalizar…) que produce, eso, admiración, que la vulgaridad más vergonzosa pueda llegar a los aledaños del poder. 

Y atravesando todavía las calles de Turín voy dejando atrás un buen puñado de Iglesias. Sí, en medio de todo este fenomenal embrollo de la vida y la sociedad por la que me paseo en esta calurosa mañana de domingo, ahí está la Iglesia, amigo Sancho, con su Dios de pacotilla, sus intereses económicos, su hipocresía contribuyendo a la confusión general de la existencia. 

Mi espera en el aeropuerto, a falta de otra cosa, ha terminado convirtiéndose en un peculiar paseo por las calles de Turín. No me queda más tiempo. Mi vuelo está a punto de partir.