"Cuando me desperté el dinosaurio todavía estaba allí"

Vientian – Luang Prabang, Laos, 7 de junio de 2016

Que nos pasemos la vida rascando con las uñas la corteza de la verdad, con la certeza por añadidura de que por mucho que rasques no vas a conseguir gran cosa, dice mucho de la sabiduría de los que nunca se preocuparon por esas "nimiedades"; una clase de sabiduría que si acaso les proporciona un mediana satisfacción quizás mereciera la pena emular. ¿Os imagináis toda la vida con el trasero sobre un cómodo cojín dedicados a tocaros la pirindola o a mirar por la ventana de plasma lo que unos y otros dicen? Ja, de pm, dirían muchos.

Con ese tema, ahora que leo a Monterroso, un maravilloso librito de cuentos de media página, titulado Fábulas, me hubiera gustado escribir un cuento. Pero ni tu tía. Así que a otra cosa. Eso de escribir un cuento a alguno le podrá parecer lo más sencilla del mundo. A aquella novia que de tanto en tanto aparece por aquí le pedías una mañana que te contara un cuento y visto y no visto la chica, así de fecunda era, te contaba uno que se estaba inventando en ese preciso momento; uno o diez, tanto daba. A mis niños de tercero de la escuela les sucedía algo parecido. Pero yo que perdí la ingenuidad, y por supuesto la virginidad, hace muchos años ya me es imposible. En veinte años dedicados a la escritura no he sido capaz de escribir más de ocho o diez relatos cortos. Y es que un cuento te sale o no te sale, y si no te sale ya puedes tener el portátil delante abierto durante días y noches, la espera será inútil. Además, Augusto Monterroso, es un caso excepcional. Tener una idea y a continuación buscarse una rana narcisista que termina ofreciendo sus ancas para que los vecinos se hagan una buena paella con ellas o echar mano de un mono dedicado a la literatua para expresar las trampas que les esperan a los que aspiran a ser escritores, a Monterroso es una cosa que se le da como hongos, que diría mi madre. A un servidor, sin embargo, pese a las muchas velas que he encendido a los pies de la Virgen, pues eso, ni flores.

Desde hace tiempo los viajes en autobús habían sido tan planos, tan atravesados de calor y sol cenital, viajes donde el adormilamiento me dejaba flojo el cuerpo, quizás también viajes sin demasiados atractivos, que hoy, novedad, cuando vi que llovía preví que la cosa iba a ser diferente. Hoy es el primer día que me siento activamente de viaje en autobús. Llueve, sí tras los cristales, a don Antonio también la lluvia debía despertarle cierta predisposición a saborear, como si un sorbete de limón se tratara, el momento. Así que llueve y lloviendo el viaje se hace perfecto. Sentado cómodamente tras el asiento del conductor escucho música del país que me recuerda otro viaje por el llano venezolano en donde la música oradaba mis sufridos tímpanos pero que siendo una música desgarradoramente amorosa de emocionadas voces unas veces y otras de bordados de pequeñas historias cotidianas que yo hacia mías, consiguieron que aquel viaje hacia el Orinoco se me quedara grabado en clave de gozo, también porque la ruta, carreteras que desaparecían y pequeños lagos con el agua hasta el chasis que teníamos que atravesar en donde el autobús como si fuera un barco a la deriva había de buscar su ruta entre el conglomerado de pistas, se convertía así en un viaje iniciático. Esa clase de “delicia” que hace que unos viajes sean más viajes que otros.

Escucho música, miro la lluvia. Éste es un autobús sin prisa. La gente de Laos es apaciblemente tranquila, una tranquilidad que el conductor, un hombre de apariencia bonachona y mirada inteligente, transmite a los pedales del freno y acelerador conduciendo con una novedosa calma bien rara en esta parte del Sureste Asiático. Hacía tiempo, sí, me auguro un placentero viaje. Nos dirigimos hacia el norte, hacia la bella ciudad de Luang Prabang. Trescientos cincuenta kilómetros y diez horas de viaje. No serán peores estas carreteras que las del Orinoco de aquel tiempo. Tras Luang Prabang navegaremos dos días río Mekong arriba, el gran río de esta parte del mundo con el que ya nos hemos encontrado numerosas veces.

Al autobús le sobran asientos, de vez en cuando el conductor ve gente con paquetes junto al arcén, siempre para, discuten el precio y algunos terminan subiendo. En la última parada una pasajera se ha bajado precipitadamente del autobús y tras un árbol se ha subido la falda y ha echado su meadita con la mayor naturalidad del mundo, algo que había dejado de ver desde mi primer viaje a India en el ochenta y cuatro cuando en los largos viajes en autobús aquello era lo normal, hombres a un lado y mujeres a otro no necesitaban buscarse ningún escondrijo para vaciar sus vejigas.

Nuestro autobús también es servicio de correo y mensajería. Alguien levanta la mano en ruta, paramos, el conductor recoge el paquete, extiende el recibo y vuelta a la carretera. Pago en destino. Pasamos por pequeños pueblos de aspecto muy primitivo. Victoria me hace caer en algo en que no había reparado. Desde que aterrizamos en Laos, un país realmente pobre, no habíamos visto ni un solo mendigo, nadie, niño o adulto, que te pidiera unas monedas. Es la primera vez que nos sucede en este viaje. Un interesante tema de reflexión para un viajero español en cuyo país de origen la mendicidad callejera es desde hace unos años una constante. El autobús no tarda en enredarse por los caminos de las colinas donde el fular algodonoso de la niebla deja un paisaje preparado para nuestra agradecida contemplación. Hago un intento de sacar la cámara, pero me resigno, cuando no son los cables, es la vegetación en primer plano, o la velocidad o la irregularidad del firme. Hacer una buena foto desde un autobús en marcha es tarea prácticamente imposible. En algún momento pasamos por un paisaje de agudos picachos emboscados, que salen de la niebla en bandada como los samurais de la película de Kurosawa, enarbolando éstos no ramas sino plumbeos mazacotes de nubes a modo de yelmos sobre sus cabezas. El bosque es apretado, denso, por el fondo corre un gran río de aguas ocres a cuyos márgenes, luchando para no ser tratados por la selva, los arrozales aparecen como lienzos de armonías reiterativas, separados unos de otros por caminillos bien arreglados.

Pasando por una pequeña aldea, en el ágora de un porche techado de hojalata descubro a un numeroso grupo de críos semidesnudos que no juegan ni corren con un balón entre las piernas, hacen una cosa increíble, sólo hablan, tampoco se ríen. Habría sido digno de saberse de qué coño podían hablar tan seriamente casi una docena de críos a la sombra de un porche. En la aldea siguiente media docena de la muchachada del lugar juegan en porretas junto a una fuente, hacen sus abluciones o se hacen aguadillas entre ellos mientras unos metros más allá, acaso la madre de algunos de ellos, va adelante con la colada familiar.

Y el viaje en autobús continúa... En poco más de una hora estaremos en Luang Prabang.