El alambique del tiempo

Hanoi, Vietnam, 3 de junio de 2016

Sí continúo con lo ojos cerrados y contemplo la mañana, lo que sucede a mi alrededor, mis pensamientos yendo de aquí para allá como cosa del pasado, de cierta mañana en algún hotel en América Latina o de Asia, resulta que el momento, cubierto por la pátina de la memoria, adquiere un cierto sabor a viejo cuyo principal encanto consiste en ese supuesto ser recordado; parece que los productos de la memoria acicalados por esa pátina resultan más atractivos. Hoy mismo, con media mañana sobre la cama tratando de convertirla, envejecerla y dejándola, intentando dejarla, como si fuera un producto del recuerdo, resulta que se ahonda, se vuelve de oro viejo. La realidad plana de una mañana calurosa con el cuerpo bañado de sudor pero resistiendo la tentación de conectar el aire acondicionado, es una oportunidad para convertir el presente en pasado para así contemplarlo como a través de un daguerrotipo que los años hayan cubierto de interés por el simple hecho de regresarlo a dos, tres décadas atrás. La tozudez con que algunos intentan quitarse el pasado de encima recurriendo al vivir exclusivamente el presente me parece desde este punto de vista, salvo que la vida del sujeto en cuestión haya sido enteramente desgraciada, un desperdicio imperdonable.

Ese relato de Borges en donde Borges se encuentra con Borges en algún parque de una ciudad de Estados Unidos, creo, quizás tenga algo que ver con esto que apunto. Tratar de ser uno en algún otro momento para tropezárselo como hoy en una mañana de bochornoso calor, desnudo, despatarrao, sudando como un pollo, pero sin dirigirle la palabra, sólo contemplándolo en el sentirse vivo de otro tiempo, es una transposición que me agrada. Me temo que en el fondo de todo ser humano hay un narcisismo soterrado y poético que gusta de la contemplación de sí mismo en la percepción de la intimidad de su pasado allí donde él entiende que dejó mucho de sí, que creó, que superó un reto impuesto a sí mismo o simplemente se vio en agradable contemplación de la vida o de la naturaleza. Y si eso es así, que lo es sin lugar a dudas, ¿qué cosa más natural que intentar rescatarse a sí mismo en esos momentos para revivirlos con la satisfacción de quien se regala con un exquisito y delicado manjar? Ayer vimos un documental de Fernando Garrido, un recorrido por toda su historia de alpinista solitario a través de las montañas del Planeta. Un documento sugeridor de en qué puede parar una bella existencia hecha de esa clase de retos sólo accesibles a unos pocos puñados de valientes que están dispuestos a dejarse la vida en el camino de su consecución, esa conquista de lo inútil en la que tantos encuentran en sí mismos el vívido resplandor de una iluminación. No hacía otra cosa en el documental Fernando Garrido que aquel otro Narciso de la mitología que se contemplaba enamorado de sí mismo en la corriente transparente de las aguas de un lago. Y mira que el hombre tenía un aspecto de humildad, de aceptación de lo que pudiera venir como compañero de su aventura. Pero su seriedad y su adustez cuando narraba, por ejemplo sus sesenta días pasados en la cumbre del Aconcagua, lo que delataba no era precisamente expresión de un narcisismo hacia fuera, todo lo contrario; escuchaba a este hombre y lo que yo percibía era a un solitario enamorado de la vida, de su pasado, de la fuerza que le ayudó a superar los retos que se puso por delante.

¿Y no sucederá que el presente, mediatizado frecuentemente por ingredientes numerosos,  muchos de ellos ajenos al hecho esencial que desearíamos que perdurase, es un presente con mucho ruido y por tanto difícil de oír con nitidez en su principal melodía, y que por tanto ese presente revivido años después, y depurado por tanto del ruido, asumido en su esencia, es, valga la redundancia la muestra de la esencia del vivir? Las experiencias dolorosas, ese relato que hacía del Aconcagua más arriba, por ejemplo, difícilmente proporcionan su fruto en el mismo momento en que sucede la acción; el placer en este caso es placer demorado, demorado hasta la llegada al campamento base, hasta días, meses, años después en que en la soledad de una habitación Fernando Garrido pueda revivir no ya el placer del sufrimiento sino el placer de la superación del sufrimiento y de todos aquellos obstáculos que se interponían en su objetivo.

Así que me temo que esa recurrencia de esta mañana en un intento de hacer del presente un pasado lejano acaso tenga algo de retorcido deseo de tratar de rescatar perfumes del pasado donde presumimos, sin estar del todo seguros, que se encuentran, como en la reminiscencia de esos versos de Jorge Manrique que apuntan a que cualquier tiempo pasado fue mejor, una parte sustancial de lo que nuestro yo ha sido capaz de destilar. Algo así como si envolviendo el presente en la pátina del pasado consiguiéramos acercarnos a las esencias tras las que toda la vida caminamos, ese yo y nuestras circunstancias que quisiéramos revestidas de los ornamentos de belleza, superación, vivencia plena, delicado saborear de los pequeños bocaditos de placer y percepción que la existencia puede poner en nuestro camino. El hecho de que yo, despertándome hoy en un hotel de Hanoi quiera ponerle los colores y el atrezzo de otro día que me desperté en Manila o en Ushuaia, en Tierra del Fuego, quizás apunta a ese intento natural de convocar a las sensaciones que entonces me visitaron y que hoy remolonean en torno a mí perezosas, renuentes a hacerse presentes. Claro, ¿quien no quisiera repetir manjares, sensaciones, experiencias, emociones que acaso con un poco de suerte el ventilador, el calor, el lejano Sureste Asiático por donde viajamos con un empujoncito sería capaz de proporcionarnos tan vívidamente? Se ha dado siempre este tipo de cosas, navegantes tras el Vellocino de Oro siempre los ha habido.

El charco de sudor que se ha formado sobre mi cama no es suficiente hoy para transformar mi presente en pasado, todo es más plano, más cotidiano, más irrelevante. Después de todo quizás tuviera razón Fernando Pessoa cuando afirmaba aquello de que después de matar uno o dos tigres la aventura ha desaparecido; al tercer, cuarto, vigésimo tigre por fuerza le  falta ese condimento esencial que lo nuevo pone en nuestros deseos. El conocimiento mata, ya lo decía también aquel rumano pesimista que no por eso dejaba de encandilarse con la música de Mozart cuando el conocimiento le privaba de ese delicioso plato que es la novedad. Curiosamente Cioran nunca llegó a saturarse del músico austriaco.