¡Viva la monarquía!

Phnom Penh, Camboya, 21 de mayo de 2016

(¿Se habrá vuelto loco este tío?). Como hay quien de los post no lee más que los títulos -días atrás ya había alguno que trataba de convencerme de que había que votar a Podemos, algo de lo que estoy completamenta seguro, y con más razón ahora con el Unidos Podemos- porque había titulado un post con algo que insinuaba lo contrario, advierto en la primera línea para que ya mismo no me tachen de monárquico, que de viva la monarquía nada, que un título es un título y que lo que uno afirma allí puede ser perfectamente lo contrario de lo que realmente quiere decir. Y es que las palabras son escurridizas como truchas, y si no se les da al trato adecuado en el acto de leerlas pueden inducir a errores y a sacar en conclusión lo contrario de lo que éstas dicen. Alguien dirá que lo que a uno le gusta es jugar con palabras y tendrá toda la razón del mundo; no sólo jugar con ellas, pero aún así. Si las palabras dijeran sólo lo que taxativamente pretenden, al decir de Octavio Paz, tendríamos en nuestras manos un pobre y escuálido instrumento en lugar de una rica panoplia de posibilidades de expresión. La variedad de los valores plásticos, sonoros y expresivos que las palabras, como un multicolor abanico de posibilidades pueden desplegar, es tal de hacer perder la cabeza a todo aquel que intenta encerrarlas en un reducido número de significados. Así pues, el lector que lee “¡Viva la monarquía!” dentro del aséptico encorsetado de los signos de admiración sin ver la cara del que las escribe ni el contexto que le ha movido a teclearlas poco puede sacar de ello. Pero añadamos detalles poco a poco y tratemos de ver a través de ello el significado que lo puede acompañar.

Escena 1. Frente al hotel, a unos doscientos metros del Palacio Real de Phnom Penh, el consabido montón de basura, medio metro o más de altura, como una enorme cagarruta de vaca que se desborda hacia el centro de la calzada.
Escena 2. El propio Palacio Real con un retrato de su excelentísima majestad con la pechera llena de medallas de decenas de metros presidiendo el lugar. El interior, jardines donde legión de jardineros peinan y quitan las legañas cada mañana una por una a todas las hojas y plantas del recinto. En medio el ostentoso palacio del trono (no fotos), chorreras, churretes, chirriantes manifestaciones de riqueza.
Escena 3. Junto al palacio niños de tres años en adelante pidiendo limosna o vendiendo bisutería.
No hace falta más: las apariencias engañan, ese “ahora los va a votar su puñetera madre” de semanas atrás referidas a Podemos, al igual que ese “¡Viva la monarquía!” sólo pueden engañar a los monárquicos y a los antipodemitas.

Aclarado el asunto lo siguiente es determinar qué coño hacer cuando uno se indigna de verdad. Hay cierta ley no escrita que estigmatiza a aquellos que usan palabras gordas para referirse a, etc.
Por otra parte, el lenguaje, que es algo que no se fragua en la RAE sino que se gesta y da a luz en la calle lejos de las instancias oficiales, ha parido, con buen o mal acierto, palabras y expresiones que todo el mundo reconoce como el apelativo más ajustado, por ejemplo, a cierto número de personas (un decir eso de personas, mafiosos, cabrones, miserables, hijos de la codicia y del dolor ajeno) a los que llamamos hijos de puta, o de la gran puta (Dios santo, que nada tiene que ver ello con las prostitutas a las que de algún modo el viajero admira, ya las defendió por aquí en algún momento). Y aquí, al vocablo, que surge de un contexto sociológicamente equivocado y equívoco, acaso improcedente, se le reconoce con tanta fuerza en todos los ambientes, que aun pensando en su improcedencia, cuando uno se encuentra por el mundo ciertos individuos, esos a los que me refiero más arriba, lo que le viene a la boca es, lo siento, ese “hijos de la gran puta”.

Que la cortesía y las buenas maneras deban seguir siendo un fértil medio para la comunicación no debería impedir, sin embargo, llamar de tanto en tanto a las cosas por su nombre. Si alguien dice de otro ese es un miserable, vale, nos quedamos con una idea; pero si en vez de decir miserable utiliza el “hijo de la gran puta”, el que lee necesita otro cajón más acorde para meter al susodicho. El cajón de los “hijos de la gran puta” es el cajón de la peste negra, de la depravación, de los que se aprovechan personalmente de su posición para enriquecerse y dar por allí al resto. Si alguien quiere saber de un país como España quiénes son los causantes de la precariedad de empleo, de los deshaucios, del alto nivel de paro, de la corrupción judicial y de las instituciones, etc., etc., qué pregunta puede poner en sus labios que sea más expresiva que ésta: “¿Quiénes son los hijos de la gran puta de este país?”

De todos modos creo que tendría que corregir mi vocabulario relacionado con la indignación, aunque no sé por qué palabras sustituirlas. Estos días Victoria se me adelanta cada vez que voy a abrir la boca, tan previsible me he vuelto frente a tantas como son las miserias con las que uno se encuentra en la historia de este país o en su historia reciente; se me adelanta diciendo ella lo que yo voy a echar por la boca en forma de insultos de inmediato provocado por lo que estoy viendo; la última frente a la magnificencia del rey y su palacio de Camboya. Y yo, aunque mi hortelana se ría (sí, mi hortelana, hoy es mi, qué se yo por qué, aunque se me ríe en mis narices y no me deje terminar una frase), se ría de mí, tengo que seguir tarareando frente al no fotos del palacio del trono, tarareando al guardia, que, claro, no me entiende: hijos de puta, hijos de puta del mundo. Desde hace días me toma el pelo así, cuando me ve abrir los ojos y empezar a expeler bilis, suelta la retaíla de gilipollas, hijos de puta, mierda, cabrones... y se ríe a rabiar. Jo, cómo me conoce esta tía, cómo sabe lo que me revientan todos estos esplendores y ostentación de riquezas en este país de pobreza y corrupción irremediable. Esplendor y gloria a su majestad cerca de cuyo palacio se amontonan kilos de basura hedionda. Cabrones del mundo, ladrones. Sí, es una cantinela que me sale a cada momento últimamente cuando leo la prensa de España o me paseo por estos espléndidos palacios rebosantes de oro y gloria con el retrato de su majestad, el gran hijo de puta bajo cuyo paraguas vive, más o menos como en España, la mafia del lugar. Hijos de puta del mundo, que lo pisoteáis, que os lo pasáis por los mismísimos; un mundo al que todavía queréis impedirle que diga esta boca es mía, con esteladas o sin ellas. Las monarquías... (A propósito de las esteladas, ¿no deberían estar en la cárcel todos los responsables que impidieron la salida a la calle de las banderas de la República cuando el hijo del cazador de elefantes...). Gilipollas del mundo con sus megaretratos cubriendo las fachadas de un país, gilipollas de muchas medallas y mirada altiva; todo lo largo y ancho de la historia construyendo palacios y llenándolos de magnífica ostentanción; incluido el Vaticano, por supuesto.

¡Bah!También andar de un lado a otro del mundo ha de servir, ¿no? para confirmar cómo el puñado de mamones de siempre se organiza la vida a expensas del resto. Riadas de turistas para comprobar en murales y palacios cómo los curritos de siempre tiran, siguen tirando, seguimos tirando del carro o sostenemos la sombrilla para resguardar del sol a los señores. Y riadas de visitantes, carne de cañón en cualquier caso de este u otros reinos, que venimos a admirarnos de este exceso de "esplendor" levantado con el sudor y la sangre de los ciudadanos de a pie. Ja, viajar para ver. Y sin ir más lejos, en todo el mundo las cosas funcionan del mismo modo, allí, en la lejana España,  otros curritos, los mismos que aquí abanican al monarca y al dictador de turno, allí seguirán votando a la gaviota y al empozoñado azul de la corrupción.