Pnom Penh, Camboya, 19 de mayo de 2016
Arropado en el traqueteo del autobús, ya desaparecieron las carreteras de firme regular, cierro los ojos y escucho la voz femenina que me lee esta mañana a George Sand, "La charca del diablo". Su voz es pausada, tranquila, una buena acompañante para un día de viaje. A veces miro el paisaje, palmeras, árboles de especies que no conozco, casas sobre pilares de madera, chozas, el campo aparece seco, agostado no hay tareas de labranza a la vista; adolescentes de uniforme, blusa blanca y falda azul, caminan por el arcén de la carretera. También el protagonista de George Sand camina, éste por un ancho sendero junto a los surcos que abren penosamente una pareja de bueyes. Pasando por un pueblo escultores callejeros esculpen budas en claro granito a la orilla de la carretera.
mitad de camino el autobús quedó varado en la carretera por una avería. Pacientemente bajamos, nos sentamos junto al asfalto en un repollete de una casa cercana, que enseguida fue una silla sacada por uno de los vecinos como signo de gentil hospitalidad, y nos dedicamos a mirar el tránsito de la calle; hice algunas fotos a un nene y su mama a través del cuadro de una bicicleta, fotografié al conductor cambiando la correa del ventilador del autobús y después me sumí en la lectura. El tiempo se había escurrido sin dejar señales de vida. San Martín bebe el buen vino y deja correr el agua en el molino, citaba en algún momento mi autor. Así fue una parte del día, tintorro de biblioteca, picar aquí y allá. La proliferación de las notas a pie de página cuando es una lectora que te lee despistan al más pintado; tuve que dejarlo. Sin tiempo por medio elegí una novela de Romain Rolland, “Colas Breugnon”, un desenfadado collage de humor que iba mejor con mi disposición de ánimo; sentado al borde de la carretera me sentía dispuesto a pasar el resto del día sin que me apremiara la avería del autobús.
En Phnom Penm, frente a la terraza de nuestra habitación, los monjes budistas entran y salen de un templo en cuya puerta se apila una enorme montón de basura. Es nuestro primer encuentro con los basureros callejeros apilados informes sobre cualquier tramo de la calle. También hoy tropecé con las primeras cucarachas del viaje. Esa pizca de folklore con la que has de convivir en ocasiones. Un ancho balcón en el primer piso de una calle muy amena nos sirve de miradero improvisado en las primeras horas, horas todavía demasiado calurosas para darse una vuelta por los alrededores.
La escenas que se desarrollan en las mesas contiguas donde cenamos forman parte, parece, del folklore de la ciudad. A nuestra izquierda un occidental repantigado en un sillón hasta el punto de dar con sus nalgas en el suelo, envuelto en una cortina de humo asoma por la línea de sus ojos como desde alguna remota caverna una mirada perdida en la bruma del alcohol. Cuando se levana para ir al servicio, dos camareras y el chico que atiende en la barra, que le observan como quien están asistiendo a alguna escena graciosísima de Charlot, salen disparados detrás de él para evitar que se esnuque en las escaleras. Pero éste intenta desembarazarse de los camareros somnoliento pero como diciendo: dejadme, dejadme que seguro que puedo yo solo; y cruza junto a la barra haciendo eses y pidiendo disculpas a una silla con la que se ha tropezado.
A nuestra derecha el espectáculo es de cariz diferente. La escenografía: tres norteamericanos, uno de ellos, un abuelete de barba blanca con aspecto de habérsele acabado algunas décadas atrás cualquier resquicio de entusiasmo por la vida y que mira escéptico el vuelo de alguna mariposa nocturna, es besuqueado por una morena camboyana que cumple estoicamente sus deberes de rigor mientras el norteamericano con los ojos entornados probablemente sólo piense en meterse en la cama a echar un sueño tras las cuatro jarras de cerveza que se ha metido; un segundo, más joven y con una barriga que le obliga a estar a un metro de la mesa, da pequeños sorbitos de su jarra dejándose un bigotillo blanco de espuma sobre el labio que después rebaña con la punta de la lengua y mira al tendido silencioso mientras la chica que le ha tocado ríe a carcajadas un chiste que una tercera ha escenificado con amplios gestos y los ojos muy abiertos; el tercero fuma compulsivamente, éste dirige su mirada hacia algo que ha llamado la atención, el conductor de un tuk-tuk empeñado en cobrarle cuatro dólares, dos más de lo habitual, a una rubia de mochila voluminosa. Las chicas de los norteamericanos acaban las tres enzarzadas en una animada conversación como si éstos no existiesen. Terminan de cenar. Los norteamericanos pagan y ellas se van directamente al servicio. Cuando salen, un camboyano con aspecto de empleado de agencia de viajes agrupa a los seis y todos se van calle arriba camino de la siguiente parte del programa. El vejete de barba blanca sigue cabizbajo resignado al grupo pendiente seguramente de ese momento en que el de la agencia de viajes, la chica que le ha tocado en suerte, sus amigotes, le dejen en paz y pueda, ¡al fin!, caer en la cama para no despertarse hasta el mediodía siguiente.
Mientras tanto camareros y camareras siguen la escena con la curiosidad y el regocijo de quien está asistiendo a un espectáculo de teatro donde tres guiris con pocos años de vida por delante tratan inútilmente de sacarle al cuerpo y al alma una chispa de vida que largo tiempo ha que voló. La escena es patética, triste, dolorosa. Si al menos hubieran intentado flirtear a solas, jugar con la imaginación y el suave arrullo de una caricia, seguir los pasos de Salomón a su edad, pero no. A mí no me disgusta ver esas parejas de hombres mayores que dejan todo allá en Estados Unidos o Europa y se vienen al sudeste asiático a pasar sus últimos días como los elefantes en los brazos de una tai, de una vietnaminta que les dé algo de cariño en este desolado mundo de intereses. Los he visto a montones y tengo que confesar que he visto parejas que me agradan mucho, parejas que construyen su futuro desde perspectivas muy diferentes y donde lo que ofrecen uno y otro puede complementar y satisfacer perfectamente a ambos. Los ves charlar, darse la mano, ensayar una caricia. Hace un par de días era una guapa mujer camboyana de unos cuarenta años cenando con un occidental de algo más de sesenta; junto a ellos jugaba con su teléfono el hijo de ella, un chico moreno del país de unos dieciséis o diecisiete años. Era obvio que tenían una afectiva relación de pareja.
Hay mucho listo por ahí que no sabiendo distinguir sensibilidades y situaciones mínimamente complejas pretenden sacudirnos a mamporrazos con una moral sacada del refajo curil más mohoso, y se equivocan, que todo el mundo no es igual, que la ternura y el cariño también es un bien ciertamente abundante, pese a todo, pese a todo. Y que, por supuesto, escenitas como las de hoy pueden darles la razón, hay que se precavidos y tratar de no generalizar. Los americanitos de hoy eran tan típicos que movían a risa, eran patéticos. Hay, sin embargo parejas que veo que me producen sentimientos de ternura; uno ve en la ternura y el cariño de los otros los reflejos de su propia ternura, un descubrimiento que ayuda a reconocerse en los otros y a sentirse en paz con uno mismo.