A vueltas con las mujeres

Ciudad de Ho Chi Minh, Vietnam, 22 de mayo de 2016

Desde mi ventana.

Que las mujeres además de seres alados y celestiales son malas malas :-) es algo que se puede comprobar con sólo asomarnos a la ventana de la memoria. Siempre dejan tras de sí algún desaguisado. Si preguntamos por aquí y por allá a todas horas nos encontraremos a algún ser luciferino que ha tratado de seducir a bobalicones de ocasión para luego dejarlos abandonados a la vuelta de la esquina con la boca abierta y los ojos como platos una vez el susodicho ha picado en el anzuelo. No lo digo yo, lo explica Colas Breugnon en un entretenido e ilustrativo libro de Romain Roland que me entretuvo el viaje en autobús entre Phnom Penh y la ciudad de Ho Chi Minh. Colas Breugnon, es su titulo.

Y sin embargo, qué remedio, me tiene en ascuas la calle; igualito que a Breugnon, que exclama ante el espectáculo de la calle: “Mis ojos están abiertos como portales, todo entra en ellos y nada se pierde”. Colas Breugnon es un personaje apasionadamente enamorado de la vida y las mujeres. Hoy lo recordé nada más pisar las calles de Ho Chi Minh, la antigua Saigón; multitudinarias, ruidosas, alegres, palpitantes. Colas Breugnon se habría sentido aquí como en la feria de su pueblo, admirado, con los ojos abiertos como platos tratando de no perderse ni una brizna de todo aquello que atravesaba la calle. Domingo, bendito domingo que derrama por las calles las bondades del gentío, las motos, las parejas, los adolescentes, las chicas, la riada de los turistas, también ellos un espectáculo a estas horas de la noche. La curiosidad, afilada como una navaja abriéndose paso en las miradas, seccionando, indagando, sorprendiendo un gesto, un guiño, una sonrisa. La calle es un belvedere abierto a la curiosidad, todos espectáculo unos de otros en un teatro donde no se sabe bien quién es el actor y quién el espectador porque a cada momento puede producirse un intercambio de papeles. La curiosidad es el elixir de la eterna juventud, leí el otro día en un tuit citando al fallecido Miguel De la Quadra Salcedo. Pueblo joven éste de Vietnam que atiborra las calles, bebe, come, pasea, sonríe o hace hervir la ciudad con el fragor de sus indisciplinadas motocicletas.

Los trances por los que un sufrido enamorado se ve obligado a pasar son de una naturaleza tan diabólica que si hubiera un juez para castigar estas cosas este pobre hombre se vería sin tiempo siquiera para tomarse una cerveza; tal sería su trabajo en el acto de dictar justicia a favor de los enamorados de las mujeres como Colas Breugnon, -tántos son- y que, no obstante sabiendo de sobra cómo tantas mozas juegan al ratón que te pilla el gato, se dejan engañar sucesivamente por los terribles encantos de una gatita que llega a hacer de él un perfecto ratoncito con el que divertirse durante semanas o meses.

Así recuerdo yo por mis años veinte a una medio novieta de nombre Líbera con la que pasé medio verano de enfermizo enajenamiento; sus prietos pechines, su suavidad de melocotón y su manera lánguida de mirar como de quien está en trance me dejaron fuera de juego una tarde de verano después de darnos un paseo cogidos de la mano por un bosquecillo cercano a una pequeña aldea de la Alta Lombardía. Una florecita por aquí otra por allá, el profundo olor de los ciclámenes que tapizaba los prados, la languidez de la hora de la siesta y zas, ya estaba pillao; la Líbera no necesitó desplegar muchas habilidades, olía a fruta fresca en sazón, sus labios eran tan pura miel y su sonrisa era tan encantadora -ah, la madre naturaleza y sus trampas para despistados…- que no necesitó más de diez minutos para que mi inexperto corazoncito recién salido de la adolescencia empezara a latir como un descosido. Mi partida para casa estaba cantada y no pudiendo permanecer en el pueblo más que unos pocos días aquel cuento quedó en suspenso sin saber muy bien por dónde iba a continuar.

Durante el otoño cruzamos melosas cartas y en las cercanías de las Navidades me invitó a que las pasara en su casa. No tenía ni un duro entonces e hice todo el trayecto hasta Italia en auto-stop; en las cercanías de Briançon dormí en un parque público sobre la nieve a diez o quince bajo cero; en Turín cogí una diarrea y tuve que meterme precipitadamente en un albergue de la juventud; en Milán dormí con los vagabundos en una destartalada estación de tren; en Bérgamo vi pinturas de Mantegna y Andrea del Sarto y al día siguiente llegué a casa de Libera. Apenas nos vimos; resultó que imprevistamente dos días atrás se había enamorado de un cocinero veneciano de luminosos ojos azules, con lo que apenas pudo dedicarme unos minutos durante la comida. Cargó el mochuelo de la hospitalidad a sus padres y ella desapareció. Era Noche Buena. Por la noche asistimos a una fiesta en una cabaña del bosque próximo, pero ella voló con su enamorado a los diez minutos de llegar. Allí me quedé más solo que la una bailando desganadamente durante un par de horas con alguna mozuela de la localidad. A las tres de la mañana bajé abochornado caminando en la oscuridad del bosque. Todo estaba más solitario que la leche; la puerta de la casa de Libera estaba cerrada con llave. Llamé discretamente. Nadie contestó. Tuve que pedir asilo a unos amigos. Metido en la  cama pasé mucho tiempo antes de dormirme dando vueltas a aquel asunto: había hecho dos mil kilómetros en autostop desde Madrid para verme con la carita de melocotón de Líbera y así estaban las cosas, ella desaparecida y yo pidiendo la caridad de una cama el día de Navidad a las cuatro de la madrugada con un frío que congelaba el aliento.

Muchos años después, aprovechando una gira por las Dolomitas, un verano pasé por su casa. Líbera se había casado con el empleado de banca del pueblo, tenía dos niñas, ejercía de ama de casa y su cuerpo de melocotón había desaparecido sin dejar rastro para dar lugar a una mujer fondona y bajita de mirada aburrida que se gastaba los ojos viendo lagrimosas series de televisión; cocinaba, tendía la colada, fregaba los cacharros y poco más. También muchos años después Colas Breugnon se encuentra con su antigua enamorada, le hace una visita a una hora en que el molinero andaba en el molino. Ambos se echan en cara el no haber sido más atrevidos. Ella se había casado con el molinero a modo de despecho porque según ella Breugnon tenía que haber visto en su rechazo un intensísimo e inaplazable amor. Ja. Para que se joda mi capitán no como rancho. ¡Mujeres!, tan bonitas y sin embargo…

¿En qué coño estaría pensando la madre naturaleza cuando nos endilgó en el cerebro esos centenares de sustancias que hacen que uno pierda la razón y ande como un lelo toda su vida buscando recrearse la vista con las guapas que encuentra a su paso?

Decía Alberto Garzón ayer o anteayer en una entrevista que no hay nada más transversal que una cerveza. No estoy yo muy seguro de ello, a lo más creo que a la cerveza le correspondería el segundo lugar a la cabeza de la transversalidad; después de todo lo que llevo escrito aquí no me cabe la menor duda de ello.