Testimonios de la Guerra del Vietnam

Ciudad de Ho Chi Minh, 25 de mayo de 2016

Hay experiencias personales que acaso no deberían salir del ámbito de esa mismidad con la que convivimos en momentos de dolor; pareciera siempre en ocasiones así que el rubor, queriéndonos defender del ruido exterior, se esforzara por acallar el impacto que tiene sobre cada uno de nosotros el más doloroso horror que es capaz de cometer el hombre, como si descubrieras dentro de ti, siendo parte tan íntima de toda la humanidad, lo terriblemente miserables que podemos llegar a ser y trataras de ocultarlo para no confesarte plenamente las miserias de que puedes ser capaz, visto como los otros, sometidos a las circunstancias que sean, lo han sido hasta la saciedad.

Sí, hoy hicimos una de esas visitas nada agradables que digamos deberían formar parte obligatoria de todo programa turístico, de todo estudiante, desde la primaria a la universidad, de todo ser humano digno de ese nombre, para, viendo con sus propios ojos los testimonios de hasta donde la maldad humana puede llegar, ir aleccionando a nuestra conciencia para evitar en lo posible en el futuro los errores y las maldades de pasadas generaciones. Se trataba del Museo de la Guerra del Vietnam.

No exagero si digo que viendo los horrores que cometieron los estadounidenses en esta parte del mundo uno siente vergüenza por pertenecer a la misma especie biológica que fraguó, masacró, torturó, arruinó, violó, se jactó, asesinó a tres millones de vietnamitas, arruinó la vida de más de una generación, produjo monstruos humanos con su guerra química… ¡Miserables! Estados Unidos hiede, Alemania hiede, la España franquista hiede, Francia hiede… ¿Habrá algún lugar del mundo en donde la hediodez no haya hecho acto de presencia más tarde o más temprano?

Esto es lo que se veía en una de las cientos de fotografías que se muestran en el museo. Me costó trabajo interpretarla, porque a primera vista era algo tan macabro que me pareció un montaje. En la imagen aparecía un soldado americano con el cigarro en la boca, de pies, con ese gesto de matón a los que nos tienen acostumbrados los westerns de Hollywood. Mientras su mano izquierda se apoyaba indolentemente en el fusil, con la derecha sostenía por las costillas los despojos de la parte superior de un hombre; la cabeza del cadáver, con los ojos muy abiertos, se giraba hacia el fotógrafo ofreciendo un aspecto terriblemente macabro; el trozo de cuerpo, un pingajo del que sólo había quedado un brazo, la cabeza y los hombros colgaba de la mano en alto del soldado que lo exhibía como quien muestra un trofeo de caza.

Quizás el cine de última generación tenga a muchos habituados a esta clase de horrores y nuestra sensibilidad, repartida entre la realidad y la ficción haya perdido toda capacidad de reacción para reconocer en escenas así una horrible perversión de la naturaleza humana. No es que el hombre sea un lobo para el hombre, como afirmaba Camus, es que la maldad, arrinconada en cualquier parte del alma, parece no tener límites cuando las circunstancias permiten que se inhiba el trabajo que el hombre ha hecho durante miles de años para limar su maldad y su predisposición a destruir.

No conozco medianamente a fondo los detalles de la guerra del Vietnam, ni de la Segunda Guerra Mundial, ni de la política de Pol Pot, ni la historia de Sudáfrica, ni de los actos de Alemania, ni la guerra de Argelia de los franceses, ni lo que sucedió en Irak o Afganistán, pero lo que sé y he visto recorriendo el mundo me es suficiente para comprender que el mundo hiede, hiede a muerte y a hijos de puta. Tres millones de muertos aquí, dos millones en Camboya, uno y medio en Irak, doscientos millones en las guerras mundiales, medio millón en España. Cuando los muertos y las atrocidades pasan de ser un puñado parece como si ya los números no repercutieran en nuestras conciencias más que como un lejano eco. Es necesario volver a las fuentes, a los museos, a los campos de exterminio nazi, a las cárceles de Sudáfrica, a los libros que nos recuerdan los actos criminales de nuestros tan civilizados países para recuperar esa necesaria conciencia que perdimos por el camino.

Asignatura obligatoria para la escuela y el instituto: pasear a los estudiantes por el mundo y por todas las miserias que el hombre ha ido dejando por el camino de la historia. Llenar los programas con las imágenes más significativas de los horrores cometidos para provocar en ellos la conmoción de la solidaridad y hacer que esas imágenes trabajen en sus conciencias para que no vuelvan a ser posibles tales horrores. Medicina preventiva para una vida donde el sentido común sea ley universal.

Fue el museo más concurrido que hemos visitado en este año de viaje. Una prueba de que por las venas del mundo también corre la solidaridad y la conciencia de que es necesario estudiar historia, recuperar la memoria, saber del hombre para crear una conciencia que se oponga sistemáticamente a todos los indicios de barbarie que puedan asomar por el horizonte.

Hoy no incluiré ninguna de las fotos que tomé entre el último post y éste. Me gustaría que las que he elegido en la web de Internet para completar este texto sirvieran mínimamente para alumbrar esa maldad que probablemente tantos/¿todos? escondemos en algún lugar del alma. A ellas se podían añadir las últimas escenas de “Apocalipsis Now” cuando Marlon Brando exclama con una voz gutural como salida de otro mundo: “¡Horror! ¡Horror!