Retratos en las calles de Malaca

 Malaca, Malasia, 1 de mayo de 2016

Había pasado una buena parte de la tarde haciendo retratos en la calle, unas calles abarrotadas de un gentío variopinto en la ciudad de Malaca donde habíamos llegado al mediodía procedentes de Singapur, y andaba revisándolos vibrante de entusiasmo admirándome del gran número de retratos que salían como conejos de la chistera de mi cámara, y ya se me había ocurrido el título para mi post de hoy. Me había reído, me había emocionado, me habían dejado una risueña sonrisa en los labios y la disposición para volver a escribir sobre esa gente que puebla, poblamos el mundo y que es la esencia de la Humanidad por su número, su sencillez y su capacidad para divertirse, reír o enamorarse. De verdad, una vez más estaba enamorado de la gente, rostros asíaticos la mayoría, y entre ellos chinos y malayos. La tónica general era tan festiva, tan alegre -hoy es domingo-, que era todo un gozo dedicarse exclusivamente a mirar rostros, caras de mujeres, de niños, de hombres, rostros de los amantes de los selfies, de las que miran a su novio con una ternura infinita, de los que como es domingo no pueden pensar en otra cosa que en pasarlo bien y en montar en divertidos riscksaws adornados como para un desfile celestial. Me decía, algo me voy a repetir –me refería al post del día anterior-, pero, bueno, hay que seguir dando aire a ese entusiasmo; no siempre está la calle tan divertida, tan colorista, tan apropiada para hacer retratos sin que los retratados se enteren aunque le estés sacando a su rostro una sesión entera de quince o veinte tomas. Los selfies se han convertido este año en una diversión sin paragón que jóvenes y mayores explotan en todo el mundo y en toda ocasión con una cantidad de variables inimaginables; en una serie una familia entera ha consumido la mitad de la memoria del teléfono en ella, serios, con una risa de no parar, con los carrillos hinchados como quien sopla una enorme tarta de cumpleaños con centenares de velas; luego toca mirarlas, y entonces las risas arrecian todavía más cuando se miran lo monos que han quedado haciendo el payaso. Lo mejor de los selfies es que todo el mundo, absolutamente todo el mundo ha perdido cualquier pedazo de rubor que pudiera darle pararse en plena calle y sacar el teléfono, ponerlo delante y entonces atusarse el bigote, arreglarse el pelo, poner cara interesante, sonreír y plas. Los selfietas eran miles hoy, solos o acompañados. Me temo que sea el descubrimiento del año. Al principio de este viaje, cuando empecé a verlos allá frente a la Acrópolis, en las escalinatas de la Plaza de España en Roma o frente al Coliseum, la cosa me pareció un tanto exagerada. Cuando miraba a las jovencitas del ferry entre Shanghai y Osaka pasarse horas desde el amanecer no haciendo casi otra cosa que fotografiarse sus lindas caras en variadas poses, llegué a pensar que estaba gestándose una nueva enfermedad sobre el planeta, pero ahora que he comprobado hasta dónde puede ser divertido el juego la verdad es que me gusta, me gusta el espectáculo; por otra parte la situación sirve de maravilla a mis propósitos porque los selfieitas jamás se enterarán de que les estás haciendo una foto aunque te pongas encima de sus narices, están tan apasionados mirándose en el teléfono, pendientes de sus propios gestos tan intensamente y tan ocupados en diversificar sus poses que el resto del mundo desaparece para ellos en ese instante mágico del clic. 

Había pasado una buena parte de la tarde haciendo retratos en la calle, decía y andaba repasándolos cuando Victoria me pidió que hiciera un paréntesis para leerme un artículo del periódico. Alguien había cogido un perolo, había metido en él las lágrimas de Amancio Ortega en el reciente cumpleaños, había añadido a la olla unas dosis de fofo sentimentalismo por aquí y por allá, vertido unos cuantos lugares comunes en el perolo, escogidos unos argumentos más simples que todas las cosas y con una buena dosis de demagogia había construido una bazofia de artículo destinado al fácil consumo de aquellos para los que el mundo sólo es blanco o negro. Total, que según avanzaba en la lectura del artículo empecé a sentir que me estaba jodiendo la bonanza que había llegado a mi cuerpo procedente de la visión de los retratos que había hecho; notaba que se me estaba avinagrando la comida. Parece extraño pero es así, en ocasiones uno empieza a ser visitado por la brisa de cierto estado de gracia, se encuentra bien, en comunión con el mundo, es como una muy agradable caricia ese aire de verano que recorre tu piel hasta el estremecimiento y de pronto, plas, sucede algo, sí, algo así como una cagadita en un campo de nieve y ya lo jodimos, tu estado de gracia se ha ido a tomar viento fresco y es poco menos que imposible recuperarlo. Ahora debería cambiar de tema y hacer de abogado del diablo, que, bueno, es un oficio que cuando entro en él también me gusta, y defender a Amancio Ortega y explicar al periodista de chichinabo que jamás dio de comer a otros que no fueran sus hijos, que este gallego lo ha hecho durante muchos años con miles de personas; que gracias a este señor, mal o buen cristiano, lo cierto es que ha hecho más por la humanidad que cualquiera de los papas del último siglo; que no todo es mierda, eso sin contar con que el/la periodista habla en dólares para apabullarnos como si los dólares de aquí y los de Bangla Desh fueran los mismos, como si la gente de Bangla Desh tuviera el mismo nivel económico que los vecinos de Fuenlabrada. La cosa da para largo, pero no es el momento. 

Decía que pasé de un estado propicio y de comunión mundana a otro en que el mal sabor de boca me había hecho perder mi ánimo. Claro, que otras veces sucede lo contrario. Un ejemplo para que se me entienda. Días atrás andaba luchando para meterme en la lectura de Vargas Llosa. Solamente recordar a este hombre me revuelve la tripa; total se lo comenté a Victoria. Ya lo conté hace días; ella me contestó enseguida: pues a mí me encanta Vargas Llosas. Joder, me sirvió de mucho. En este caso el sabor a vinagre, el de este personaje algo repelentito que no me gusta, se transformaría horas después, una vez más, en el puro goce de la lectura. Ahí estaba, no más para testificarlo el retrato de la vieja Juana Baura que lavando la colada en el río siente repentinamente unos sollozos y dándose la vuelta descubre junto a las arcas de piedra del puente a don Anselmo, el creador de la Casa Verde, arropado en un sollozo desconsolador, que le dice: lloraba, señora, la estaba esperando, se murió la Toñita. Don Anselmo el grande, el inalcanzable se había enamorado de una de las habitantas del prostíbulo y no teniendo a nadie que le comprendiera había ido al puente de piedra a recostar su cabeza en el regazo de la vieja y arrugada Juana Baura. Una preciosidad a veces la prosa de este hombre, me cago en la leche, qué coño, es verdad, a qué que sea corajudamente de derechas si este señor escribe como los ángeles, carajo, me cachi en lá. Y además, no sólo eso que al hilo de la selva y la navegación de sus lentos y fiebrosos ríos, me alentó las ganas de volver a leer “Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero” de Álvaro Muti, un tocho con el que pasé un par de meses de divertida y amena lectura.

El que Vargas Llosa me joda, pero a la vez me deleite me hace pensar que acaso suceda algo parecido con Amancio Ortega. Total, que llegué al límite de mi post sin haber desarrollado el tema que me había propuesto; la culpa la tiene la hortelana. Ahora, antes de irme a la cama voy a volver a dar un repaso a mis retratos, son mi festín de la jornada.