Cuando todos los días son domingo

Chinatown, Malaca, Malasia, 3 de mayo de 2016

Me debería levantar, es tarde, estoy despanzurrado, en aspas, y el aire del ventilador mueve la tela del mosquitero con una suavidad similar a la que mis pensamientos van de aquí para allá. Recuerdo unas palabras de Octavio Paz que leí ayer noche: ¿por qué no hacer de la vida un poema en lugar de escribirlo? Toda mi piel desnuda es un microcosmos de sensaciones, mis pensamientos las celebran, el ventilador ronronea, la calle se repone del trajín de dos días de fiesta guardando un discreto silencio, el aire llega manso y sedoso a mi cuerpo, a mis genitales, es domingo, es tan domingo como ayer y anteayer, como desde cierto mes de junio de hace una década en que dejé de trabajar. Ahora siempre es domingo, los lunes dejaron de existir en mi calendario personal y todas aquellas jornadas de trabajo de entonces debo emplearlas en mí mismo, yo soy el objeto de mi trabajo, yo y mi cuerpo, yo y mis genitales y esa capacidad de hacer poesía de la que hablaba Octavio Paz. Es domingo, no hay prisas, no te apresures, deja tu cuerpo extendido como una sábana al sol y espera, siente, deja que la mañana lo perfume, deja que los leves pensamientos se acerquen a él y lo acaricien. Es domingo y me he despertado en una ancha cama cubierta de un palio de tul que imita la delicada tibieza del movimiento de las olas del álamo blanco que vive frente a mi cabaña, el mismo que tantas mañanas me hace compañía en casa mientras empiezo a despertarme o cuando mi cuerpo, que ha perdido la noción del tiempo, cierra los ojos para entrar en la profundidad de otro tiempo o acaso tan sólo para recrear el presente y mirarlo y hacer de la luz y de la templanza del aire su vestido de terciopelo. Es domingo, ni frío ni calor, sólo sensaciones, físicas en este instante, la brisa corriendo por mis valles y concavidades, por mis ojos cerrados, por mi pecho, por mis testículos relajados, por las ingles, por mis piernas que se pierden allá abajo donde el mosquitero agita su vestido de novia. Es domingo, día de asueto, nadie me espera, yazgo tumbado en la cama de un hotel de una vieja colonia portuguesa de la península de Malaca. El mundo existe más allá de esta habitación pero es un mundo que apenas hace ruido, un mundo que susurra como el viento en la lejanía o que chapotea como el agua del mar casi silenciosamente en alguna playa lejana.

Hacer poesía... ¿y cómo se come eso, eso de hacer poesía con la vida? Un aula en una escuela donde los niños deben aprender cosas importantes para su propia vida, y el maestro, que acostumbrado a a desarrollar el curriculum de costumbre, se ve en el aprieto de atender aquella mañana a una materia mucho más vital e importante que enseñar geografía, historia o matemáticas; se trata de enseñar a los alumnos a hacer poesía con la vida. Diantres, se dice, se rasca la cabeza, cómo comenzar esta primera clase y hacer comprender a los alumnos que a partir de ahora la materia fundamental del curso va a referirse a ellos mismos, que habrán de dejar discretamente atrás todo lo que hasta ahora habían estudiado con tesón para dedicarse plenamente a aprender cómo hacer poesía con sus vidas?

Pero en seguida mis pensamientos se van por otros derroteros, el cuerpo relajado, un trozo de sábana cruzando desganadamente por el estomago, la tibieza de la mañana donde el ventilador y el aire acondicionado se encargan de crear el ambiente adecuado. A mi alrededor el mundo es blanco, cierro los ojos y es más blanco todavía, ahora es el blanco de las nubes tras el ojo de buey de la ventanilla del avión, grandes y vaporosas nubes que rasgan las alas del avión una y otra vez, un bello paseo, mientras hace tiempo para aterrizar, vuelo sin ruidos de motores, como un ala delta recreando su vuelo entre las torres de los cúmulos de nieve.

Sensaciones, dejad que los niños se acerquen a mí, sensaciones, versos que van y vienen como el suave roce del ala de la paloma. El tiempo no existe, sólo le falta al momento el lejano tañir de unas campanas, la monótona voz del muecín expandiéndose desde el minarete de una mezquita por el aire de la mañana. Mañana de gracia, mañana cargada de sensualidad. Y sigo preguntándome: sí, ¿Cómo hacer poesía con la vida? ¿Cómo haré poesía con estos días que están por llegar? ¿Qué deberé hacer, no tanto para escribirla o ponerla a rodar, como para propiciarla? Cómo habré de organizar mis jornadas de viaje para que la música suene con más intensidad, más bellamente, porque si la belleza y su gozo ha de ser el fin esencial de todo viaje, y la vida no es otra cosa que un largo viaje, algo habrá que hacer, digo yo, para reconducir el asunto de manera que no sólo ya todos los días de la semana sean domingo sino que además serán necesarios domingos aseados y limpios donde puedan suceder hechos sembrados de pequeñas pasiones, donde puedan degustarse golosinas y en dónde pequeños anapurnas puedan poner a prueba nuestras capacidades y nuestro esfuerzo; sí, que no se nos llenen de herrumbre los pensamientos, domingos en donde por la tarde se pueda salir a bailar y a contemplar los fuegos artificiales mientras damos lametazos a un helado de vainilla. Hoy es domingo y mi yo y mi cuerpo se acaricia y mientras éste último cierra los ojos para sentir intensamente el instante, el otro piensa en dejar ya de escribir no vaya a ser que la escritura le espante ese sorbete de limón que le trajo a lo labios la mañana y que sorbo a sorbo está refrescándole todos los poros de la piel. Es mediodía.