Litle India, Singapur, 30 de abril de 2016
Me sucede que hay días que me enamoro de las palabras o de un pedazo de jungla o, como hoy, de un puñado de cuadros y, entonces, Dios santo, todo me parece tan en su punto que me dan ganas de pedirme para la próxima reencarnación una vida similar a ésta en donde pueda seguir disfrutando de esos pequeños descubrimientos con que me veo sorprendido un día sí y otro también. Hace días fue el vuelo de los múrciélagos, millares de ellos ocupando el cielo en armoniosas formaciones, después fue la jungla y sus ríos, ayer la risueña esperanza de que mi país se puede estar encarrilando hacia un camino de mayor justicia, ¿hoy?, hoy fueron algunos cuadros de la Singapur National Gallery que me hablaban emocionadamente como lo hicieran ayer los miles de corredores de un maratón que recorría las calles de la ciudad; hoy fue la gente de a pie que era amable y sonreía de continuo. A veces tengo la impresión de que lo que estamos viviendo tiene algo de aquella canción que cantaba Cecilia, la del ramito de violetas: “Dime quién le mandaba versos dime quién era, quién le mandaba flores por primavera”, algo porque hay un rumor de versos por ahí, rumor de arroyo, que me dice que paciencia, que el momento se está aproximando, que las flores llegarán como llegó aquel querido 15 de mayo, que llegarán de parecida manera a como despertamos en aquel año del sopor de un sueño que se prolongaba ya por décadas, que llegarán como las manifestaciones que inundaron Madrid, que llegará, que llegará porque, como le decía a un amigo hace un momento, no se ganó Zamora en un hora. Así de chula veo la cosa. Y como lo veo así estoy contento, estoy contento porque me gusta la gente, me gusta el camarero indio que me sirvió la cena o la chica musulmana del velo que me trajo unos palillos de dientes para liberar a éstos de los restos de un cerdo agridulce riquísimo; me gusta Alberto Garzón, me gusta la gente de Podemos, me gusta Iñaqui Escolar, me gustan todos los que les están buscando las cosquillas al sistema; me gusta el encargado del hotel que deja su tarea de hacer la cama en nuestra habitación para charlar amigablemente con nosotros de esto o lo otro; me gusta la gente de Singapur que basta que te pares con un mapa en la mano en la calle para que se te acerquen para ofrecerte su ayuda; me gusta la gente del museo que hemos visitado hoy y que te acoge en todas las salas con una encantadora sonrisa y el ofrecimiento de sus servicios; me gusta cuando me cruzo con otros ojos y el dueño o la dueña de ellos sonríe amigablemente con una ligera inclinación de cabeza.
Me encanta todo ese mundo que bautizamos como “gente de a pie”. Así que ya puestos me atrevería a decir que el mundo se divide en dos, los de gente de a pie por un lado y “los otros”en el lado opuesto, esos jodíos muertos que aparecen en la película de Amenábar, muertos en vida porque quienes extorsionan a la comunidad para fines propios no dejan de ser unos parásitos, unos apestosos gusanos, putrefacción en potencia. Es muy sencillo, sales a la calle y te encuentra con cientos, miles de personas que llenan sus vidas con esto o lo otro, pero que no andan por ahí con el corvo pico de los buitres nutriéndose de la carroña que han ido acumulando; gente sencilla, gente de a pie que no ha necesitado nada de “los otros” a lo largo de la historia porque sus vidas eran sencillas y familiares.
¿Quién si no ha levantado toda esta ola de optimismo con que caminamos desde hace cuatro años en nuestro país desde ese glorioso 15 de mayo? ¿quién si no la gente de a pie, esa gente de a pie con la que me encuentro estos días, en los maratones, en el metro, en el museo, en la calle, en los restaurantes?; porque acaso a efectos prácticos ¿no son los singapurenses de la calle la misma gente de a pie que camina por las calles de Madrid? Paréntesis: Así que ojo al canto, amigo Santiago, no olvides que la cosa es así de sencilla, el mundo se divide en gente de a pie y “los otros”, o como se narra en un cuento en algunos mítines, en ratones y gatos, saber que somos ratones o gente de pie es útil para no confundir los papeles y saber quién es el enemigo real. Fin de paréntesis.
Días atrás escribí que me aburrían las salas de un museo de antropología en el que pasamos una mañana; mi cuerpo no estaba para esos trotes aquel día. Bueno, aparte de que hay museos y hay museos, hay que decir que también cuenta el ánimo y los pajaritos que alegran o no el fluido cerebral. Hoy habría resistido hasta la media noche en las salas de la Singapur National Gallery; las emociones corrían de aquí para allá rezumando como la resina por los troncos de los pinos en cuadros de pintores asiáticos, en lienzos de Rousseau, de Bernard, de un pintor chino llamado Wong Shih Yaw, de Kandinsky, quien recordaba la naturaleza poética y musical de la pintura, a la que otorgaba el papel de representar en todo momento el alma del pintor. La denuncia, la belleza, el erotismo, la cruda belleza, la música surgían aquí y allá como surge inconfundible en un barrio indio el olor a sándalo, a jazmín, a especias que conviven parejas y arracimadas también en los zocos y caravasares. Las emociones, como el perfume, expandiéndose por las fosas nasales del alma.
Los pintores y artistas son los bardos de la gente de a pie, los que cantan, crean y añaden vigor y densidad a nuestra humanidad alejándonos del antiguo estadio en que caminábamos por las ramas de los árboles; así que mucho cuidado, les diría a esos amigos que huyen de los museos como peste que lleva el diablo. Me decía el otro día Santiago que él el verdadero museo lo encuentra en la naturaleza; también eso es cierto, pero hay una gran diferencia entre uno y otro, el museo creado por el hombre, además de ser una fuente de gozo y emoción y de ayudarnos a comprender el mundo y a profundizarlo, es también el resultado de lo más notorio que puede haber en el hombre, es decir, el ejercicio de la capacidad de crear belleza. La belleza creada por el hombre es el fruto de lo mejor que tenemos, la belleza de la naturaleza es fruto de una compleja aleatoriedad que llega a ser bella única y precisamente porque los humanos durante milenios y milenios hemos sido capaces de desarrollar nuestra capacidad de apreciarla. Si no hubiéramos desarrollado esa capacidad la belleza no tendría espectadores, no existiría, carecería de sentido en todo caso.
Respecto a “los otros”... bah, mejor no hablar de ellos.