Siem Riap, Camboya, 18 de mayo de 2016
Hoy amaneció bonito, una luz suave como de mañana nublada de verano colgaba de las ramas de los árboles que crecen frente a nuestras ventanas del hotel. Desayunamos, subimos de nuevo a la habitación y ahora hago nada, mirar moverse las ramas desde mi sillón de mimbre. Victoria, pinzas en mano, arremete contra cualquier atisbo de impertinencia que pueda asomar en su rostro; una tarea postergada de mucho tiempo atrás, afirma ella; cosas que yo no entiendo. El aire acondicionado ronronea en lo alto maquinalmente. He repasado por encima la prensa y después me he quedado in albis aunque con una sensación de pesantez, ese todos los días ocupando la corrupción del PP los titulares de algunos periódicos, esa manía persecutoria del El País contra Venezuela, esos amantes del poder o del dinero.
La brisa mueve las ramas. Recuerdo un tiempo en que pasé meses sentado cada tarde frente al horizonte de la sierra de Gredos que aparecía luminoso y azul a través de la ventana de mi cabaña; largas tardes sin hacer nada, volviendo mis pensamientos una y otra vez, interminablemente, a las circunstancias de un naufragio reciente. Imposible quitárselo de la cabeza durante meses, tardes de obsesiva recurrencia, círculo cerrado del que era imposible huir. Cuarenta años atrás pasé una temporada parecida, tenía veinte años y mi amiga amante había perdido la vida mientras escalábamos una montaña de los Alpes. También entonces pasaba largas horas de hacer nada tumbado en la cama de mi habitación. Quizás fue en aquella ocasión que aprendí que los males del alma no se curan de otra manera que haciendo que una gran cantidad de tiempo atraviese tu espíritu, tiempo vacío que a modo de bálsamo vaya restañando las heridas dejando a los muertos y a las amantes en algún rincón del relicario de tu alma donde ya no puedan hacerla sangrar, discretamente enterrados bajo un prado cuajado de flores donde puedas rendirle tributo sin que el áspid del desasosiego venga de nuevo a visitarte. El tributo que se hace a los muertos y a los desaparecidos.
Una pausa en el viaje después de azarosos días de visitas, calor, sudor, lluvias. Tener todo un día por delante de no tener nada que hacer suele ser una bendición que acogemos con gusto. Hoy leía en un periódico sobre la vuelta al mundo de un hombre que lo ha hecho a pie; tres años caminando. Diez mil kilómetros al año suponen hacer treinta kilómetros al día ininterrumpidamente incluidos los días de guardar. Admirable. Quien ha caminado treinta mil kilómetros debe de tener el alma prístina de los limpios de corazón sin lugar a duda, alguien que ha recibido tantos vientos en la cara y cruzado tantos desiertos y selvas tiene que tener gran parentesco con San Francisco de Asís.
Ahora pienso en este chico. A veces es necesario pensar en los héroes y la gente de bien que habita el mundo. Hay tanta miseria suelta que corremos el peligro de vernos arrasados por el pesimismo. También pienso en la gente de Greenpeace que ayer escalaban las torres Kio para manifestarse contra el tratado TTIP. No pienso en términos argumentativos, los miro simplemente, los veo trepar en disciplinada coordinación con sus sofisticados equipos de escalada por las paredes de un rascacielos desplegando una enorme pancarta que dice: ”No al tratado TTIP; los recuerdo en una pequeña lancha bajo los potentísimos chorros de agua de un barco ruso, luchando para no perder la vida en la agitación de las olas. Hay imágenes que quedan bailando en la retina como un vivo chisporroteo de esperanza.
El próximo país que visitaremos será Vietnam, el gran oprobio de los norteamericanos del pasado siglo; Vietnam, Irak, la prepotencia y el horror llevados a su expresión más despiadada. Pensar en Vietnam es pensar en el napalm, en las masacres, en aquella niña desnuda corriendo con los brazos en alto huyendo del fuego, del exterminio llevado a cabo por los marines norteamericanos. Y sin embargo nada nuevo bajo el sol. También estas escenas recorren mi mañana de hacer nada.
Hoy ya no vivo ningún naufragio ni lloro la muerte de una amante, miro simplemente lo que me trae la mañana. Las cortinas son de un rosa de cuento de hadas y algún gallo canta esporádicamente. Quizás pueda hacer alguna foto me digo. Y me levanto y preparo la cámara y el resultado está bien, luces cálidas y equilibradas, un recuerdo más de viaje, acaso uno de esos selfies sobre los que elucubraba ayer metiendo a Yavhé en el perolo de los narcisos. Merecido descanso antes de salir mañana hacia el este camino de Pnom Pen.
Dejando este lugar únicamente me lamento de no haber estado ayer solo en Angkor durante la tormenta. La baraúnda de los turistas es una de las cosas más lamentables del turismo actual. Para que los turistas cumplieran sus menesteres adecuadamente sin molestarse unos a otros deberíamos conseguir unos cuantos clones de este planeta, tantos como fueran necesarios para cuando restalla la tormenta en estos lugares uno pueda vivir una plenitud gestada por la unión de la magnificencia del lugar y de los fenómenos naturales. Cerrar los ojos mientras llega la tormenta y encontrarte en la soledad de la selva donde árboles gigantes se meriendan los templos de los dioses en medio de un caótico montón de sillares cubiertos por los líquenes de los siglos podría ser un escenario muy propio para vivir fuertes emociones en donde la metáfora del tiempo, esos árboles devoradores de las obras de los hombres, son el atractivo esencial del lugar. La tormenta restallaba sobre la selva adyacente y el agua caía a cántaros bañando patios y templos. Un espectáculo digno, que como el verdín del cobre o los musgos de los templos, podían servir de catalizador para revivir el alma de pasados siglos. Un diluvio deja muy hermosa la terrosa oscuridad de los sillares de Angkor.
Las circunstancias. Recuerdo cierta ocasión en que viajé a Italia en Navidades en autostop. Había dormido en la estación de ferrocarril de Milán con el lumpen de los alrededores. La estación era el único lugar bajo cubierto en una fría noche de invierno. La compañía de aquella gente me había purificado hasta tal punto de poner mi sensibilidad en un estado de especial receptividad. También había estudiado durante meses la historia y el arte de la zona. Fue un cúmulo de circunstancias que, al llegar de madrugada a Bérgamo, una mañana en que toda la ciudad estaba envuelta en el velo algodonoso de la niebla, hizo de mí una esponja, mientras ascendía con el alba por una vetusta calle de piedra camino de la pinacoteca. No recuerdo exactamente si lo que me llevaba allí era alguna pintura de Mantegna, de Tintoretto o de Andrea del Sarto, pero las circunstancias, la niebla, mis estudios, la noche con los vagabundos, se concitaron para hacer de aquella mañana una de las visitas a un museo de pintura que recuerdo con mayor placer. No se trata sólo de venirse hasta Camboya para ver unos templos, o llegar a Bérgamo para confirmar el cariz céreo de grabado de algunos lienzos de Mantegna, la fría belleza que empezaste a amar con la “Transustanciación de la Virgen” en el Prado, las circunstancias que acompañan la visita pueden ser determinantes para tu gozo. Incluso, para mí el mejor espectáculo de todo el recinto, los grandes ficus devoradores de templos pierden una gran cantidad de su atractivo, cuando tienes que esperar diez minutos a que grupos de turistas y parejas dejen de hacerse retratos frente a ese hermoso ejemplar que se alza entre ruinas en el Ta Prohm a punto de devorarse enterito todo el ala sur del edificio.
Día de asueto, apenas saldremos a darnos una vuelta para comer y estirar las piernas.