Siem Riap, 17 de mayo de 2016
Esta mañana, antes de dirigirnos a Angkor, no al amanecer, como queríamos, porque estaba compleamente cubierto y había llovido durante una buena parte de la noche, le pedimos al conductor del tuk-tuk (un vehículo compuesto por una moto y una caja trasera con capacidad para cuatro personas, y que debe su nombre a la escandalera que mete) que parara en un cajero automático. Fue nuestro primer y anecdótico encuentro en este país con estas máquinas expendedoras de money. De entrada ya puedo decir que son una coña; entro en el receptáculo acristalado, meto la tarjeta, y tecleo la cantidad, un millón; al cambio de 4500 por euro, unos doscientos euros. Pero el cajero está legañoso y terco a esa hora de la mañana y me dice que ni de coña, que ponga una cantidad más baja. Lo vuelvo a intentar con el equivalente a veinte euros: la misma respuesta. Así que salgo de la cabina y le pido al primer viandante que me encuentro que me eche una mano. Se viene conmingo, meto la tarjeta y, cuando ve la cantidad que aparece en la pantalla, suelta una carcajada. ???? Casi se le saltaban las lágrimas de risa; era un cachondo el tío, y además hablaba perfectamente inglés. Cuando paró de reír me pidió enseguida disculpas antes de aclararme el asunto: estos cajeros no expedían rials, la moneda del país, sino dólares. ¡Ah...!
Era temprano pero las buscadoras de encuentros consigo mismas, los varones son más discretos, ya eran legión. Me amo decían por todos los rincones de Angkor las incalculables selfiestas que palo de selfie en ristre paraban aquí y allá por todos los lados, se arreglaban el cabello, miraban inquisitivas a la pantalla del teléfono y disparaban una y otra vez, decenas, sobre el objeto de su amor, ellas mismas. Mi amor, mi tesoro. Nunca en lo que yo conozco de mís años de vida vi tan amorosas amantes de sí mismas aprovechando la relevancia turística de un lugar para rendir homenaje y pleitesía a su propio rostro. No hablo de Angkor solamente, cualquier lugar, sea éste el Coliseo romano o el teatro de la Ópera de Sydney. ¿Narcisismo? No, no lo creo. Autoafirmación, reconocimiento del yo, existo, estoy aquí, te miro, me miro, te observo, dejo constancia de mi yo en esta mañana de asueto entre las ruinas de Angkor; todo ello un poco antes de que el tiempo se líe y descargue la tormenta.
Trato de imaginarme el final del día de una de estas selfiestas dedicadas a examinar una por una las imágenes de sí misma con las que su alma se siente más identificada. Huimos de la muerte, tenemos ganas de vivir, pero no es suficiente; como el niño que quiere llamar la atención de su papá tirándole de la pernera del pantalón para que le haga caso, la selfiesta se llama a sí misma y a través del teléfono entra en comunicación consigo misma, el yo y la proyección que da el teléfono de su persona se encuentran dulcemente en un abrazo, se besan.
El amante por excelencia de sí mismo, el Yavhe del Genesis, ser enfermizo que en los tiempos que corren habría deseado para sí un buen palo del selfie para selfiearse en 3D durante todo el día y poder contemplarse al atardecer en días de aburrimiento celestial, es hoy el perfecto referente de las fotografías de Angkor. El ser que no sólo se ama a sí mismo sobre todas las cosas, sino que además pide a sus fámulos que le amen por encima de todo bajo pena de ir de patitas al infierno en caso de no hacerlo, debería ir pidiendo a la Samsung o la Apple un modelo adecuado a su condición divina. Las desmesuras divinas, o las de sus correligionarios, son y han sido siempre un notorio ejemplo a lo largo de la historia; Angkor es una de las más representativas del planeta: La Meca, el Vaticano, las grandes mezquitas de Estambul, los templos de Borobudur, las catedrales góticas de Europa, las pirámides aztecas son otros de los muchos ejemplos con que algunas divinidades intentan aplastar nuestra irrelevancia alzándose sobre el plano de la gente de a pie con grandes sillares y enormes edificios, bellos a veces también, no siempre.
Ahora, curados en salud y reconociendo en esa fastuosidad general con que dioses y feligreses han querido sorprendernos siempre, cierto tic de infantilismo al proyectar la necesidad de un padre que vele por nosotros ahora y después de la muerte, la acumulación de edificios, de enormes sillares y bajorrelieves, lo que provoca en espectador imparcial, creo, como yo, es la sensación de que los antiguos monarcas, salvo loables excepciones, no estaban menos tocados que los de la edad moderna. En esta parte del mundo había monarcas que según les venía al ánimo hoy eran budistas, mañana hinduistas y pasado mañana musulmanes, lo que naturalmente conllevaba la construcción, o modificación, de nuevos templos a los nuevos dioses. Angkor pasó por esa tesitura. Lo de que los monarcas estén bastante tocados lo demuestran la manera en cómo organizaban sus particulares guerras y sus muy particulares creencias (nuestro rey cazador de elefantes es un caso todavía más patológico, en vez de hacer juegos malabares con sus dioses, acorde con los tiempos, se dedicó a sustituirlos por los dividendos de los barriles de petróleo). Que Felipe II se hiciera un pequeño monasterio, el de El Escorial, una chocita de nada para rendir culto a su particular Dios, es un ejemplo más de la megalomanía de esta gente. El Papa Julio II, inmortalizado en mármol por Miguel Ángel, otro ejemplo más, compartía su amor a sí mismo con aquel otro a cuya gloria fue levantado el Vaticano.
Siempre que visito un lugar como éste me es difícil evitar pensar en el tipo de vida que podía vivir la población de aquella época, probablemente una miseria mucho más trepidante que la de ahora, que ya es bastante. De todos modos aquellos erigían templos a determinados dioses, los poderosos de ahora construyen, como el de ayer en la frontera, grandes casinos, organizan el fornicio para que no les falte aburrimiento en lo que les queda de vida. Mi secre, Victoria, mucho más ilustrada e interesada que yo en cuestiones de historia, me cuenta horrores de la situación de corrupción por la que atraviesa el país. Los dioses han cambiado de estilo, ahora son de color verde y tienen el signo $.
Que lo que dijera Buda o predicaran los brahamanes no cuadre apenas nada con las manifestaciones religiosas que los albaceas inventaron es fácil de comprobar. Que poco o nada tengan que ver Lao Tsé y su taoísmo actual, ni Buda con el budismo que vemos, ni el cristianismo con las palabras de Cristo es la demostración de que los seguidores o promotores hacen de la religión de sus fundadores un guante a la medida de su mano.