Ella dormía reclinada sobre el hueco de su hombro

Ciudad de Ho Chi Minh – Hanoi, 27-28 de  mayo de 2016

Segundo día de tren. Seguimos rumbo al norte. Los arrozales se alternan con campos de labranza donde los bueyes aran fatigosamente entre el barro. Las formas cónicas de los sombreros de campesinos y campesinas son una nota pintoresca en el paisaje. Atravesamos selvas, colinas, de vez en cuando asoma a nuestra derecha el mar. La vida cotidiana en el tren es una delicia. Casi nos entran ganas de volver a atravesar Siberia recordando aquel también delicioso otro viaje de una semana entre Moscú y Pekín. El sonsonete de los rieles, las conversaciones próximas, los niños jugando por los pasillos, los ofrecimientos de chucherías de los pasajeros jóvenes con los que compartimos las literas, los vendedores con sus carritos ofreciendo todo lo que los viajeros puedan necesitar, los dispensadores de agua caliente para el té o las sopas chinas, ese tracatrá tracatrá tracatrá continuamente en el cuerpo como el vaivén de una cuna meciendo tu bienestar.

Hace días, en el hotel de Phnom Penh algún viajero había dejado abandonado un libro muy sobado que por su aspecto había  debido de ser leído por muchos lectores: “Letters from Burma”, de Aung San Suu Kyi, la Premio Nobel de la Paz birmana. Me lo apropié de inmediato, Burma será nuestro siguiente país a visitar después de Laos. Ahora esta sobada edición de Penguin Book será mi lectura en papel para los días por venir. Tumbado, porque la altura de las literas no me dan para estar sentado, comparto mi atención entre el paisaje y el libro. Esta mañana leí en la prensa que Myanmar (a mí me gustaba referirme a este país como Birmania, una evocación de junglas y selvas que me vienen de lecturas de la infancia, pero ahora, leyendo a Aung San Suu Kyi me gusta más Burma) que Myanmar, decía, está empezando a tener problemas por el rechazo de la población, de mayoría budista, de la minoría musulmana. Es de esperar que la gran influencia de Aung San Suu Kyi sobre una población que la ha votado en casi un noventa por ciento, lo que ha supuesto la debacle de la dictadura militar vigente hasta hace meses, sea lo suficientemente poderosa como para que el sentido común se imponga. Las religiones han sido frecuentemente la peste de la tierra y el motivo de discordia de generaciones y generaciones.

Aung San Suu Kye es casi un ser mítico tras haber pasado muchos años de arresto por sus cuestionamientos políticos a la dictadura militar. Las cartas de Burma están editadas en 1997, una fecha temprana todavía para conocer el porvenir de la confrontación entre los militares y el empuje democrático que entonces se estaba gestando. El libro es un mosaico donde la vida cotidiana de Myanmar, los hábitos de la gente corriente, el folklore, el paisaje o la historia conviven con los asuntos políticos y económicos o con la resistencia; un perfecto compañero, como la historia de Vietnam o su guerra, para acercarse a los países que visitamos.

La selva se abre en algún momento, corremos junto a un gran río de aguas espesas por donde navegan los juncos típicos de la zona, grandes y pesadas barcazas cubiertas con una bóveda de bambúes en arco de medio punto y que aquí propulsan con largas pértigas de madera. Las fotografías que he sacado durante todo el viaje a través de los cristales de las ventanas del tren o de los coches son tan pobres que me resigno pacientemente a dejar descansar a la cámara en el fondo del morral.


Su rostro, enmarcado en el ángulo de dos asientos de un tren de primera hora. Ella duerme. Sus labios, la almendra de sus ojos, la adusta expresión de sus rasgos, el mentón proporcionado con su ligero hoyuelo bailando en el centro de su barbilla, la elegancia de su cuello descendiendo en dos suaves ondulaciones hacia los hombros donde bajo la comba del escote se deja percibir el suave movimiento de su respiración. Cierro los ojos, cualquiera de las vírgenes de Rafael con los rasgos de las mujeres de Tahití de Gauguin, el calor del trópico, acaso unas gotas de sudor descendiendo por el ancho dormido de su frente; el fondo del lienzo: el paso de los rieles bajo los pies del tren.

Su imagen la recuperaré después, estoy seguro, no una, dos veces, quizás la recree en muchas ocasiones a largo de este viaje. Esta mañana mismo amaneciendo en un alto piso de la ciudad de Hanoi. Fuera se oían las voces de los transeúntes, un poco lejos, como el rumor de una tormenta que nunca llegará hasta nosotros pero que carraspeara sobre la tela del horizonte como una noche de fuegos artificiales cuyos ecos se confundieran con la brisa. No, no cometí el error de abrir los ojos, aquel rostro era todo mío, mucho más real que su carne y sus huesos. Era hermoso tener aquel ser dormido sobre el regazo de mi retina y poder observarlo a placer sin despertarlo, sumido en su presencia como si él fuera el aire y la luz que mi cuerpo respiraba. Borrachera de mujer. Sólo tenía que permanecer con los ojos cerrados y dejar pasear aquella voluntad dormida en la pantalla oscura del reverso de mi cristalino. Dejarla allá para que mi cuerpo recreara, multiplicara en el hueco de mi voluntad cada mota de belleza, sus sueños, la perfecta plenitud de una raza cuya hermosura podría estallar en cualquier momento convirtiendo los tormentos del mundo, sus locuras, en un eterno gozo en donde los cuerpos se acarician, se miran, se admiran infinitamente de su mutuo palpitar que corre por los poros de la piel cada vez que descubrimos en los otros la posibilidad de un nuevo paraíso. Mantener los ojos cerrados y dejarse llevar por la bonanza de la mañana que trae en sus aguas, todavía con restos de sueño en el cuerpo, todo ese reguero de alborotada dicha. Amén.

Confieso que no soy yo el que escribe en ocasiones, estos dos últimos párrafos por ejemplo, lo hace en mi lugar algún enanito de esos que andan sueltos por ahí bailando a su bola al compás de la música que le trae la mañana. Quizás ni siquiera es el enanito el que escribe, que quien lo hace es la música que se baja del pentagrama para construir hiladas de verso libre.

Ayer y hoy se ensamblan como flexible mimbre del que estuviera naciendo un cesto en el que acomodar una realidad hecha de tiempos y realidades diferentes; el artesano trenza, ensambla, obliga a los hechos a adaptarse a la armonía del conjunto para que la realidad del nuevo día sepa a cerveza fría, a helado de vainilla, a gozo sin apelativos.