El altarcito de los ancestros

Hanoi, Vietnam, 29 de mayo de 2016

Esta mañana me encontré en el Museo Antropológico de Hanoi un altarcito, llamado de los ancestros, que enseguida atrajo mi curiosidad, una costumbre que se daba entre el grupo étnico Viet, muy numeroso en el norte de Vietnam. La idea era muy sencilla, en los hogares de los viets existe un lugar donde los fallecidos de la familia tienen su rinconcito: fotos, algún pequeño detalle que los recuerde, unas flores… Estaba viendo aquello cuando recibí un guasap de mi hija; me faltó tiempo para bromear con ella, le conté lo que estaba viendo y le propuse que en el cementerio de nuestra casa (tenemos, sí, un cementerio privado en El Chorrillo, nuestra casa. La última fallecida, los restos de la la madre de Victoria, que falleció el otoño pasado, yacen en él entre las raíces de un pequeño lilo que plantamos para la ocasión y que ya esta primavera dio sus primeras flores. El otro habitante del cementerio es mi padre cuyos restos distribuimos entre las raíces de diferentes rosales, uno por cada una de las familias de los hijos y nietos); le propuse que junto al cementerio de nuestra casa podíamos construir un altarcito similar para celebrar y recordar la vida de nuestros ancestros y de aquellos que vayamos dejando la vida después del consabido viaje de cada uno. Me encantan los altarcitos, contestó ella.

Lo cierto es que siendo algo detractor de esas fiestas a lo largo del año que los hábitos sociales imponen, al menos en lo que han derivado relacionado con el consumo y el automatismo, el día del padre o de la madre, Navidad, Reyes, el Día de Todos los Santos, esta mañana al asomarme a ese rincón del museo sentí a la vez que una incomodidad por ese prurito de progresía con el que he cargado durante algunas décadas (tanto rechazo por aquí y por allá de este tipo de cosas) desde que era joven, sentí que probablemente tendría que devolver algún día al acerbo social en cuyo entorno he nacido y vivido todo aquello que intenté obviar en mi juventud. Ese deseo de echar abajo esas fiestas, con razón probablemente en ocasiones porque el consumo y la pérdida de su sentido primero, repito, las adulteró, en mi familia tuvo un relevante fiasco cuando llegaron los primeros Reyes Magos de la vida de mi hijo Guillermo, nuestro primogénito. Nosotros, por aquella época éramos insoportablemente “progres”, de los que queríamos cambiar el mundo, pero a su vez derribar un buen puñado de cosas, y consiguientemente cuando llegó la fecha de los Reyes no solamente no previmos ningún regalo para él, sino que avisamos a los abuelos de la cosa para que no se les ocurriera tampoco a ellos prepararle nada. Ja. Llevábamos cuatro meses viviendo en Serranillos del Valle y ajenos a todo lo que allí sucedía no nos enteramos hasta la noche del día cinco de la costumbre del lugar. Los que hacían de reyes, recogían los regalos de los niños del pueblo la noche anterior y el día seis por la mañana en medio de la expectación de los niños del lugar los reyes pasaban casa por casa entregando los regalos. ¡Horror! Lo que significaba que en nuestro pueblo, lleno de niños como todo pueblo que se precie, nuestro hijo de tres años iba a ser el único que no tuviera su juguete. ¡Joder!, cada vez que pienso en lo listillos que éramos entonces me entran ganas de llorar. Eran las once de la noche del día cinco, ¿dónde cojones íbamos a encontrar a esa hora algún juguete para que Guilloso cara de oso, ese era ya su temprano apelativo, tuviera su regalo por la mañana? Sudamos tinta llamando aquí y allí y moviendo el culo hasta que encontramos al dueño de una tienda que casi tuvo que salir de la cama para vendernos alguno de los pocos juguetes que le habían quedado. ¡Bravo!, lo habíamos conseguido. Por la mañana los reyes del pueblo llamaron a nuestra puerta y Guilloso con cara de adormilado asomó la cabeza sorprendido por una rendija de la puerta para encontrarse con el negro Baltasar vestido de oropeles que le entregaba con una sonrisa un gran camión. Vivir para ver hasta dónde puede ser uno tonto del culo.

Para el día de Todos los Santos no tengo ninguna anécdota, ni lo rechazaba ni no, era una fecha que me fue indiferente, nunca fui a ningún cementerio en ese día. Mi “natural” progresía debía de pensar para sus adentros como aquel dicho de el muerto al hoyo y el vivo al bollo. Quizás ni siquiera eso. Siempre pensé que el asunto de los muertos era un asunto privado y muy íntimo. No se me ocurrió que tuviera que haber un día al año para llevar flores a la tumba. Ejem, ejem, ejem, bueno, no, no era tan así la cosa. Hubo una sola excepción. Viví un año en un pueblo al norte de Italia. Allí la relación con los muertos era muy particular; en las tumbas de la mayoría de ellos nunca se secaban las flores, el cementerio era un lugar cuidado por los vecinos y mientras permanecí allí uno de mis paseos habituales consistía en acompañar a mi amiga Nena a depositar pequeños ramos de flores, que muchas veces subíamos a recoger en la montaña, ciclaminas, rododendros y edelweis entre otras, en las tumbas de sus familiares, especialmente en la de su madre que había muerto treinta años atrás. Después de que ella falleció visité su tumba durante muchos veranos y nunca faltó en esas visitas un gran ramo de flores de montaña.

Alguno dirá que a la vejez viruelas. Sí, a veces hay que vivir muchos años para comprender la razón de las costumbres de lo que generaciones de hombres y mujeres han ido conformando en fiestas y celebraciones. Lo que hace cincuenta, cuarenta y cinco años me habría parecido un disparate se me aparecía esta mañana recorriendo el museo de etnología como un modo entrañable de recordar a nuestros difuntos. Este jodío mundo en donde todos parecemos vivir a nuestra bola porque no hay tiempo para todo y donde las condiciones de trabajo y hábitos encierran a los ancianos en asépticas residencias, por poner un ejemplo; un mundo en donde no es fácil tener una relación familiar fluida y cercana; donde es fácil perderse en el fragor de los acontecimientos, los cursos, las numerosas obligaciones, siempre tan importantes, y no encontrar suficiente tiempo para unas relaciones familiares más próximas; un mundo así está abocado en muchos aspectos a desnaturalizar la vida. El eje esencial que era la vida familiar en culturas anteriores o solamente unas pocas décadas atrás se deteriora a ojos vista.

Quizás por ello esa nueva necesidad de reconstruir el hilo de las emociones, de las relaciones, de la memoria inventando nuevos modos de aglutinar nuestros sentimientos comunes, de recuperar la memoria y las raíces. Es cierto que cada uno tiene dentro de sí un altarcito en donde viven las almas de nuestros difuntos, familiares, amigos, personas a las que admiramos en vida por su entrega, valentía o cualquier otra cualidad; es verdad, pero acaso eso que vi hoy en el museo, ese altarcito que para la etnia Viet era un lugar en donde los difuntos tenían su espacio podría ser un modo de mantener encendida la llama de nuestro amor, cariño, recuerdo…

A fin de cuentas los muertos no están realmente muertos mientras vivan en nuestro recuerdo. Esa es la única vida que nos va a quedar cuando muramos, la que tengamos en el corazón de los que siguen estando vivos. Los muertos que no viven en la memoria de los vivos no existen, se fundieron con el éter; sin embargo aquellos que son recordados permanecerán en vida mientras haya alguien que piense en ellos.

Las imágenes de más abajo están tomadas en Ho Chi Minh (museo de Bellas Artes y la calle) y en Hanoi (Museo de Antropología y Bellas Artes).