Rostros de la ciudad de Bangkok

Siem Riap, Camboya, 16 de mayo de 2016

De hecho el espectáculo más interesante de la ciudad: los rostros. Me lo repito con frecuencia, suele seguir siendo con mucho lo más atractivo de estas ciudades. Como el gentío como tal no me gusta cuando lo que voy a ver es alguna atracción turística, suele suceder la paradoja de que aquello que no me gusta se convierta en el leit motiv, en el eje de mi atracción. No es que cambie de chip así sin más con una especie de razonamiento que intenta desplazar un valor por otro, el asunto se produce solito. Nos acercamos a los alrededores del Gran Palace de Bangkok y la multitud es tal de no poder caminar. Primera reacción: sensación de fastidio, incluso se me pasa por la cabeza la idea de no someterme a ese castigo multitudinario. Pero termino por decidirme pacientemente. Diez minutos después me doy cuenta de que mi atención en absoluto se ve polarizada por las pinturas, los edificios, la obsesión por el dorado del oro o las filigranas de los tejados, sino que empiezo a descubrir aquí y allá un rostro, otro, otro; o una colección de gorritos muy variados que quedan monísimos para enmarcar el rostro de las angelitos de siempre con sus miradas lánguidas o el interés por su propia look; o las caras que sudan tinta; o los niños de ojos redondos como de quien está descubriendo el mundo esa mañana; o la cara hierática de los soldados de la guardia real; también la jeta de algún monje budista curiosamente concentrado en su cámara reflex con la que apunta hacia el rostro bromista de su compañero que hace con el índice y el dedo medio el signo de la victoria; pero sobre todo guapetonas orientales y niños pequeños; estos últimos me encantan últimamente. Total, que cuando llevo una hora paseando por el palacio me doy cuenta de que apenas he echado una mirada distraída a unos murales que narran las historias del Rey Mono, un personaje sabio y polifacético que tiene una gran importancia en el cuadro mitológico del país. 

Hace un calor pegajoso que en el transcurso de la mañana termina por atontarte. El gentío suda de lo lindo también, pero resiste estoicamente el calor. Los selfies son los protagonistas de la mañana. Nada más atravesar la puerta del recinto aquello ofrece una pinta algo espectacular, pero la reiterada repetición de los motivos y elementos arquitectónicos; la carencia de sombras y una somera reflexión que te hace pensar que los que concibieron todo este complejo tenían como único objetivo deslumbrar a los pobres viandantes de la ciudad, pobres diablos sometidos a sus excelsas majestades, termina por convencerte del aspecto más huero del conjunto. Cuando la belleza es el objeto esencial de una obra de arte, ésta resplandece sin necesidad del apoyo de los metales preciosos; pero cuando lo que se pretende es deslubrar por mucho que se quieran forzar los registros de la belleza inevitablemente el maestro de obras termina por caer en una especie de banalidad, de impostación de los materiales que arruina su obra para el arte. Las iglesias románicas de San Clemente de Tahull o Bohi, en su sencillez, en su lenguaje rústico de piedra y recogimiento dicen miles de veces más que este despifarro de filigranas y dorados. Me temo que la escondida adoración de una parte considerable de la población al becerro de oro tiene la culpa de que muchos confundan la belleza con una ostentación que no deja de expresar cierto desprecio irónico por aquellas clase sociales de las que se nutrían la monarquía y las clases más altas. Es obvio que no me gustan estas manifestaciones de poder y gusto acaso equívoco.

Saber si algo es bello por sí o si lo que sucede es que nos la quieren pegar no resulta demasiado difícil, basta con que uno se ponga delante de la obra a considerar, entorne los ojos y trate de averiguar si aquello le produce algún conato de placer. Si yo me pongo delante del Taj Mahal, especialmente una noche de luna llena, y trato de ver qué pasa, evidentemente algo pasa. Si lo hago frente a alguna de las fachadas del Palacio Real de Bangkok y dejo que no me engañen las riquezas de los materiales con los que intentan darme el pego, no encuentro en mí ninguna emoción especial. Y sin embargo, probablemente si alejo mi vista de los edificios y si miro a mi alrededor y me fijo en los rostros de la multitud que pasea su vista por ese “esplendor” sí encuentre ese resquicio de placer. Un placer que se acrecienta cuando persigo a algunos rostros, descubro gestos, preveo que voy a sacar un buen retrato y que sé que por la tarde en el hotel me van a proporcionar un buen rato de diversión y aprecio seleccionando, recortando, reencuadrando, descubriendo gestos o miradas que en la premura de la captura del retrato no tuve tiempo de apreciar.
Ahora viajamos camino de la ciudad de Siem Riap, siuada a unos pocos kilómetros de Angkor. Dentro de un mes se cumplirá un año desde que salimos de casa. Comentamos que estamos cansados. Probablemente la razón sea ese casi un año de no parar de ir de una a otra parte del mundo; un hecho al que se suma últimamente este calor húmedo que baña todos los países del sureste asiático, que hace, aunque te duches dos o tres veces al día y te laves la camiseta y la muda a diario, que te persiga en todo momento el acre olor de tu propio sudor. El cansancio no es exclusivo del viaje, le puede sobrevenir a cualquiera en medio de su vida cotidiana, pero éste de hoy tiene el aspecto de una enorme acumulación de circunstancias y paisajes que, mirados al peso y considerados uno tras otro desde que salimos de España y aterrizamos en Cerdeña para continuar por Italia, Grecia, Turquía, Cáucaso, Asia Central, etc., podría dar la sensación de un contenido cercano al de una vida entera. Tantos paisajes, tanta gente, tantas circunstancias diversas, tantos miles de kilómetros producen una cierta sensación de haber estado viviendo en el sólo transcurso de un año unas buenas docenas de ellos. En la frontera de Camboya, un caos de suciedad y basura y de viandantes en ambos sentidos, con niños de tres años pidiendo sentados sobre el polvo de la acera, comparten el espacio con camareros de etiqueta que entran y salen de dos grandes casinos unidos por un pasadizo aéreo. Una vez más la ostentación del dinero, no tiene ningún prejuicio en construir sus “pequeños” chiringuitos, sus puteríos en medio de la decrepitud. La frontera es a la vez muestrario de miseria y ostentación de riqueza. Dos mundos que conviven en el mismo lugar, y que siendo un anacronismo para nosotros, no lo es en absoluto para ese mundo en donde la miseria más indignante que lanza a sus hijos nada más aprender a caminar a pedir limosna por las calles, se mezcla con aquellos otros cuyo objetivo en la vida es manejar mucho dinero y hacer uso de él, aunque sea en medio de un pozo de mierda. Es lo primero que vemos nada más entrar en Camboya. No prejuzgo. Digo lo que veo.

Espero tener tiempo para hacerme una idea más amplia de este país donde un loco miserable, Pol Pot, asesinó a dos millones de ciudadanos hace unas décadas.