Gunung Mulu National Park, Borneo, Malasia, 20 de abril de 2016
Me estaba riendo como no lo hacía en mucho tiempo, el avión estaba a punto de despegar, el mío, claro, y en el relato de Bradbury, "Crónicas marcianas" se sucedían escenas hilarantes donde todos los negros del Sur se aprestaban a subir a un cohete que les llevaría a Marte. Al ferretero del pueblo un negro le debía cincuenta dólares y aquél le reclamaba la deuda antes de subir al cohete, y aunque el negro prometía que le enviaría los cincuenta dólares desde Marte el ferretero se negaba a dejarle partir antes de que cancelara la deuda y le devolviera una vieja bicicleta que le había prestado. Total, se hizo una colecta entre los negros que le acompañaban y, conseguidos los cincuenta dólares, ya no hubo trabas para impedir que el negro se marchara.
Despegamos. Once pasajeros en el avión, esto es como viajar en un avión privado. Ahora Un gran río de aspecto achocolatado culebrea por ahí abajo. No viajamos a Marte como les sucede a los negros del relato de Bradbury, nosotros nos quedamos en una estación previa, el Gunung Mulu National Park, acaso uno de los parques nacionales señeros del mundo, un maravilloso entorno en mitad de una selva sólo accesible por barco o avión. Así cambiamos de aires después de permanecer algunos días en Kuching. Como mi chica me siga metiendo en todos los museos que pille por medio me parece que voy a pedir el divorcio.
El día anterior me había decidido a decirme a mí mismo algo que antes no quise reconocer, o que sí, que estaba cansado de museos; así que bienvenidos los nuevos aires que nos esperan. La verdad es que últimamente los museos me aburren, ayer tuve que arrastrar penosamente los pies por dos de ellos, el Cat Museum y el de Antropología, tuve que ponerle cara de bobalicón a Victoria cuando me sorprendió sentado en algunas salas con el libro en las manos. Descansando, le dije para despistar, ahora te alcanzo. Ayer ni gatos ni bichos, ni longhouses, aquí tan populares, ni ritos o costumbres de la isla, todo me pillaba muy lejos. No se le puede pedir al cuerpo que esté dispuesto a acoger con gusto todo lo que le cae encima; qué le vamos a hacer.
La otra vez que visité el Museo de los Gatos, hace diez años, fue muy distinto, entonces me salió una acalorada y apasionada elegía sobre el perturbador mundo femenino que tan bien se ve representado por estos felinos zalameros y tiernos, pero de igualmente afiladas uñas (aquí se puede ver: http://primaveraenelpacifico.blogspot.my/2007_04_01_archive.html?m=1)
En aquella ocasión llevaba viajando un trimestre solo y, salvo un breve encuentro con una moza que resultó un plato sin chicha ni limoná, me había tenido que contentar con verlas de muy lejos, de manera que mis neuronas debían de andar tan alborotadas que cuando llegué al susodicho museo se me desató la labia escritoril tratando de apresar entre los ayes y los maullidos algo de ese calor femenino que mi cuerpo estaba pidiendo a gritos. Me salió una pura exaltación de lo femenino de lo más sentida y anhelante.
Tener delante de ti una obligada visita a uno de ellos porque, hay cosas que parece de cajón visitar, cuando no vas a volver a pasar por cierta ciudad, es una inconveniencia que a veces es difícil reconocer. Tener que, cuando estas en no sé dónde, hacer esto o lo otro es un lastre cuando acaso lo que te apetecería esos días es sentarte bajo el ventilador media semana para satisfacer tu curiosidad lectora o simplemente pasear por el waterfront o la orilla de un río por la tarde o tomar cerveza mirando pasar a los viandantes.
Quizás en definitiva se trate de viajar sin viajar, que en mi fuero interno esté pidiendo días de recogimiento, de tranquilidad, de lectura o de cortos paseos al atardecer, algo que difícilmente cabe en un viaje si uno tira de guía constantemente.
Ahora, sentado plácidamente en el porche de la cafetería a la orilla del río, en nuestra habitación a esta hora hace un calor excesivo, me encuentro en un dilema. Llevo desde hace tiempo con una novela que no sé si leer o no. Vargas Llosa se ha vuelto desde hace tiempo tan insoportablemente reaccionario, amigo y defensor de los asnares y de todos los peperos de pedigree que me da escalofrío abrir una de sus novelas. No lo soporto, me parece mentira que un hombre así pueda haber escrito tan buenas novelas. Victoria opina lo mismo que yo de este falso defensor de las libertades que se alimenta de las mismas carroñas que sus amigos y que, oh casualidad, apareció días atrás también él en los papeles de Panamá; piensa lo mismo que yo pero es tajante: Vargas Llosa es un bodrio, pero me encantan sus novelas, dice. Sí, señor, las mismas teníamos con el autor de "La familia Pascual Duarte", sólo que aquel íntimo amigo del Cazaelefantes, su majestad el rey, cuya fortuna, parece, de mil ochocientos millones de euros, acumulados en comisiones ilegales y en lindezas por el estilo, hizo dos tres novelas muy buenas y después se le agrisó el cerebro tratando de hacer creer a todo el mundo que Dios a su lado era bien poquita cosa. Después de ese historial fui incapaz de volver a leer a Cela. Respecto a Vargas Llosa creo que en honor a mi chica voy a hacer de tripas corazón, después de todo uno puede llevar dentro tantos yoes contradictorios que creo que me va a merecer la pena leer con un ojo puesto en la historia de la novela y otro en las sinapsis que hacen posible que alguien venga a parar en los brazos de la barbarie neoliberal defendiendo una política basura que sólo aprovecha a los cabrones de siempre. Quizás saque algo en limpio de una lectura así.
Sí, y nada más leer esto también me recuerda Victoria otro personaje cuya prosa amo profundamente y que políticamente andaba por las antípodas de mi propia manera de ver las cosas. Cuando tomo un libro de Louis Ferdinand Celine ya sé de antemano que tengo un festín literario por delante.