Gunung Mulu National Park, Borneo, Malasia, 24 de abril de 2016
Curiosa aparición entre las páginas de La casa verde, el calor, la brisa del ventilador, los grillos o la acostumbrada arremetida de los truenos de todas las tardes, de retazos de otras novelas que vieron desgranar sus páginas, seguramente, en algunos paisajes de La Pampa, o acaso fuera de El Llano, al norte del río Orinoco; ¿novela de quién?, no sé, probablemente de Faulkner o Roa Bastos. Pero no eran las únicas porque pareció que de entre el pegajoso calor de las sábanas y la penumbra del dormitorio iban a surgir retazos de otras muchas más. Fue por ello que abandoné mi lectura y me incorporé con la intención de que todo ese desfile de personajes y situaciones que nacieron en el polvo del camino o el calor de los trópicos y que ahora reaparecían no se desvanecieran. Mi lectura de Vargas Llosa en la hora de calor, lectura oída esta vez, había sido un aparecer y desaparecer de personajes y hechos que a veces se disipaban en la niebla cuando me adormecía, pero que resurgían minutos después un poco más adelante obligándome a volver atrás en la grabación hasta encontrar el último espacio reconocible. Aún así había perdido el hilo, sólo tenía en mis manos unos pocos personajes, dos mozas que se habían fugado de una especie de convento, un capitán, un cabo que quiere ir a su pueblo y promete al último un matamosquitos eficiente que se fabrica allí, un tal don Anselmo que contra toda opinión empieza a construir al otro lado del río en un lugar inhóspito una casa de lenocinio, una monja, la madre superiora Angélica, y poco más. Y fue entonces, con la construcción de esta casa, que apareció en mi memoria otra construcción exótica y monumental debida a la mente extraviada de… Estoy pensando que sí, que la novela podría ser Absalón, Absalón, de Faulkner, ese embaucador de Entre el ruido y la furia que convierte una novela en un apasionante laberinto, denso y escurridizo pasadizo donde es imposible leer de seguido porque la realidad, o las ensoñaciones, o los recuerdos, o los pensamientos, o todo ello a la vez se mezcla en una diabólica construcción que sólo atinas a ver entre la escurridiza prosa del relato tras un arduo ejercicio de atención.
Y tratando de reconstruir el escenario, siempre un tanto enigmático, pienso que no habría sido difícil confundir el libro con una película, acaso porque en mi memoria la escenografía del libro de Faulkner la puedo ver perfectamente en un blanco y negro pausado que bien podía corresponder a uno de los films de Bela Tarr. Bienaventuradas las memorias a las que cae la suerte de amalgamar retazos que un millar de libros leídos durante toda una vida han ido acumulando en dispares rincones de la memoria. ¿Nos cabrá la suerte, tal como me pareció intuir esta tarde con la construcción de la casa de Faulkner, a la que me llevó la de la Casa Verde, a la que más tarde me remitiría otra casa en llamas en la apoteosis final de una película de Tarkovsky de la cual no recuerdo el título, acaso Sacrificio; nos cabrá la suerte de ser acompañados largamente en una edad tardía, mañana mismo, en esos momentos de la tarde en que sentados frente al horizonte no habrá otra cosa que hacer que recordar, revivir no ya sólo la vida sino la gracia de nuestra aventura personal llevada a cabo durante más de medio siglo de afanados lectores?
Quizás dicho así pareciera que uno tratara de suscitar algún tipo de añoranza, pero el hecho no tiene nada que ver con ésta. La lectura de un libro no es como degustar un plato de lentejas, los libros no son entes que se digieran y queden como un elemento más de consumo roto el ciclo de su encanto en el acto de consumirlo. Los libros, como gatos de múltiples vidas, resucitan, se reencarnan, nos trascienden y, un día, cuando menos te lo esperas, convocados al calor de las concomitancias de otros libros, otras experiencias, un determinado estado de ánimo, éstos levantan cabeza y despliegan ante nosotros algún paraje encantado por el que tuvimos la fortuna de caminar en algún momento entre nuestra infancia y nuestra madurez; la Puerta en el Muro, de H.G. Wells, se entreabre y entonces se nos da la gracia de revivir, quién sabe, algunos ínfimos detalles, pequeños momentos de plenitud, que quedaron por ahí como quedan tantas cosas en los meandros de la vida esperando a que la memoria los despierte para nuestro recreo y regocijo, testigos ellos de una pasión por la lectura que ha de acompañarnos para siempre.
Sucedió esta tarde; en un paisaje donde hacía un momento sólo había un pedazo de jungla y una habitación de grandes ventanales tras los que había empezado a amagar la acostumbrada tormenta de la tarde, me encontré de repente transportado a un universo de ficción por el que había caminado quizás hace veinte años durante un lejano viaje, no un universo plano y corriente, sino uno lleno de una extraordinaria riqueza literaria donde un personaje que llenaba con su personalidad el ámbito de la novela entera, era capaz de hacer revivir sensaciones sutiles que nacían precisamente del reto que cierta parte de nuestra locura sabe imponer ante una realidad hostil. Son estos retazos que surgen hoy, curiosamente, con tanta fuerza, como si una luz repentina enfocara sobre hechos aislados de novelas leídas muchos años atrás, los que la memoria, con una intensidad y una fuerza capaz de acaparar mi atención, los que hacen resurgir breves instantes de gozo relacionado con las vivencias que acompañaron viejas lecturas de otros tiempos.
A última hora de la tarde leo las Cartas a Theo, de Van Gogh. Es probable que dentro de su locura, otra más entre los genios del arte, a Van Gogh le consolasen las impresiones que dejaran en él su afición a la lectura. Los libros y la pintura fueron sus inseparables compañeros de por vida. La crítica de la época no estaba preparada para asimilar la genialidad del pintor que debe vivir como un menesteroso con recursos insuficientes siquiera para comprar unos tubos de pintura o un trozo de tela para sus lienzos. La capacidad que tienen algunos hombres o mujeres para substraer de la realidad ciertas dosis de esencia para servírnoslas entre las páginas de un libro, en un lienzo o en una partitura es digna de nuestro mayor aprecio. Quizás habría que estar más atento, me digo, a esos momentos en que un recuerdo, un detalle, unos colores, son capaces de traernos como el maderamen abandonado en el mar y varado en la playa o la botella flotando a la deriva que nos indica la situación de un nuevo tesoro, a esos fragmentos especialmente queridos de un libro que resucitan de no se sabe dónde para acompañarnos de nuevo mientras la tarde se desvanece como hoy a la espera de la tormenta.