Singapur: Rostros de un maratón


Little India, Singapur, 29 de abril de 2016

Probablemente sea uno de los paisajes más gratificantes que existen: rostros, rostros a mogollón: rostros en la calle; rostros divertidos haciéndose selfies; rostros corriendo un maratón; rostros de jóvenes enamorados; rostros de este o aquel país; rostros morenos; rostros de ojos rasgados; rostros de mirada lánguida o combativa; miradas conniventes; ojos rientes y almendrados; hindúes de ojos profundos y mirada adusta; señoriales sirks de turbantes abultados y vistosos; miradas asustadas como la de ayer que corriendo un maratón observaba a través del burka el mundo desde la profundidad de un tiempo tenebroso donde a la mujer le puede asistir el derecho a participar en un maratón, y ya es mucho en este Singapur de hoy, pero mostrando sólo los ojos a través de la negrura de su vestimenta; ojos líquidos velados por el sudor del esfuerzo; rostros de mujeres indias fondonas luciendo vistosos saris llenos de color pero en cuyos ojos baila una sobriedad que cuando se abre débilmente en los labios uno mira como un regalo del cielo; rostros de mujeres menudas, de cuerpo como de niñas, del brazo de la amiga con la que no hay cosa más divertida que fotografiarse frente a un gran chorro de agua.

Este era el paisaje de Singapur de ayer, una larga jornada dedicada a captar los rostros de la calle y la atrevida armonía de los rascacielos. No es fácil que los rostros se dejen retratar por la calle, pero hay circunstancias en la que nadie se molesta si le encuadras con un zoom de doscientos milímetros porque se da por sentado que en ese instante somos cosa pública sujeta a la curiosidad de los otros; una de ellas son las aglomeraciones de los ociosos en lugares notorios del turismo y otra un maratón. Ayer, estábamos en una cafetería tras la hora de la comida cuando frente a nosotros empezaron a desfilar miles de corredores. No era cosa de poco, quien haya corrido algún maratón comprenderá enseguida que correr en un país ecuatorial con una gran humedad en el ambiente y una temperatura nada desdeñable es un ejercicio duro. Salí pitando de la cafetería y allí me fui, a buscar rostros entre la multitud de los corredores. Pero estos estaban frescos como lechugas, probablemente acababan de dejar atrás la línea de salida. Aún así, jo, qué buen muestrario de rostros sumados a hacer cosas inútiles, gordos, flacos, asiáticos, europeos, mujeres, hombres, hindúes, musulmanes, católicos, budistas, y seguro que todos los oficios del mundo allí reunidos, y con ello toda clase de ingresos.

Las bondades y posibilidades de nuestro mundo son tan absolutamente infinitas que a uno le entra un gustirrinín por dentro cuando piensa en el placer que le pueda sacar a la vida y a lo que te rodea. Cierras los ojos y ves la cantidad de cosas que puedes hacer con tu cuerpo y es para marearte, puedes cogerle y tumbarle sobre un sillón y no moverle de allí durante medio siglo; puedes empujarle a escalar montañas de todas las alturas que quieras; puedes unirle a otros cuerpos y descubrir esa maravillosa borrachera que es abrazarse unos con otros hasta la locura; puedes, joder, meterte en la cabeza que vas a correr cuarenta y dos kilómetros sin parar sabiendo que en los últimos kilómetros vas a estar a punto de palmarla, y sin embargo lo haces; puedes bailar y contemplar con los ojos las mil y una maravilla que te ofrece la vida; puedes observar los increíbles colores con que el otoño adorna el mundo antes de que el frío se apodere del hemisferio donde vives; puedes bajar a pasearte por los corales a contemplar el silencioso mundo de las aguas submarinas; puedes atravesar desierto y crear con tus manos cosas hermosas. Coño, qué bello es vivir, ¿no? Cierras los ojos y ves la cantidad de cosas que pueden llenarte el cuerpo de alegría y es para inventar una religión y un dios al que dar gracias durante todos los años de tu vida, porque siendo algo que habría que gritar constantemente, ese gracias a la vida que me ha dado tanto, y estando uno tan acostumbrado desde niño al calor de otros brazos, los de la madre, los de la amante, parece imposible que no haya alguien a quien, cerrando nuestros ojos, gritar nuestro agradecimiento.

La vida nos fue dada con tanta gratuidad, con tantas posibilidades que uno desearía realmente dormirse en los cálidos brazos de un amor menos etéreo que el de la Naturaleza. Una de las inquietudes que trajo la racionalidad a aquel hombre primero que andaba viviendo por las ramas de los árboles fue la descubrirse infinitivamente pequeño y vulnerable, pero dotado sin embargo con una inagotable perspectiva de futuro, con la idea de un mundo personal y social que construir, lo que en definitiva nos lleva a hacer del mundo un continuo descubrimiento en donde la realización personal y nuestras posibilidades como hombres encuentran su mejor acomodo; sí, y ello pese a la hostilidad de la locura de unos pocos que desde el vértice de la pirámide social ni viven ni dejan vivir.

Cada uno lee de la realidad según su formación y experiencia. Yo, de la realidad de tantos rostros con los que el objetivo de mi máquina tropezaba ayer, leía aspectos de este cariz; de entre la confusión humana de los corredores de un maratón no me era difícil extrapolar que el hombre, la mujer, por muy sometidos que estén al ámbito de lo político o de lo social, son en cierta manera el líquido amniótico en que flotamos, nada les impide ejercer una rica vida personal, uno de cuyos muestrarios era obvio ayer en los rostros que corrían el maratón por las calles de Singapur; incluso la de la joven aquella que sorprendí en medio de un pelotón embutida en la jaula de su burka negro me pareció un estadio esperanzador de liberación e incorporación al festín de la vida.