De camino por la Costa Este, Australia, 4 de abril de 2016
La idiotez humana. Lo mucho que nuestra naturaleza debe a la idiotez y lo que ésta puede hacer para que la convivencia y las cuestiones sociales vayan por torcidos caminos.
Cuando uno descubre en sí mismo algún de grado de esa idiotez que sin lugar a dudas aflora tarde o temprano en cualquier hijo de vecino en el panorama cotidiano, y rato después se da cuenta de ello; después, porque descubrirlo en el momento sería una gran ventaja para nuestra hermosura moral ;), lo menos que nos puede pasar en circunstancias así es que nos sintamos algo apedadumbrados, eso si de la cosa no ha participado ningún otro animal de nuestra especie porque si ha sido así la idiotez puede crecer y crecer ya que a no mas tardar intentaremos justificar ante el otro y ante nosotros mismos eso, nuestra idiotez; buscaremos explicaciones absurdas, nos engañaremos a nosotros mismos y, naturalmente, echaremos la culpa de nuestra idiotez al prójimo.
Delicioso despertar esta mañana, así, con tamaños pensamientos, con la idea de que en el momento menos pensado mi idiotez va a salir como una larva que anduviera germinando latente en el tegumento de mis circunvoluciones cerebrales y que sólo necesitara el capricho de cualquier diminuta ventolera para echarse a volar y así jugarme una mala pasada.
Nuestra idiotez; cada cual sabrá cuál es la suya, es fácil que no se necesite pasar del ámbito de lo cotidiano para encontrarla , pequeñas e inesperadas irrupciones acaso sin importancia. Sin embargo cuando estos fermentos de idiotez suceden en el ámbito de lo público y a un señor académico de la lengua, la cosa puede ser más chunga. Uno se ve idiota en un arranque, eso, de idiotez y no se entera ni el vecino, nuestro amor propio no va más allá de sentirse un tanto ridículo durante una parte de la mañana, pero joder, que le suceda esto a un académico o a cualquiera de esos emperigotados (¿se escribirá así?) individuos que tal dioses que se ven a sí mismos decidiendo cómo o no se debe escribir, sintiéndose por encima del bien y del mal y clasificando el rango y capacidades de las personas según el oficio y el sexo de éstas, la cosa resulta más grave. Ya sabíamos de antiguo que la sociedad se divide en dos clases de individuos, en un grupo los listillos, los aprovechados, los que piensan que, no siendo ellos, el resto son pura carne de cañón, y la otra, la gente de a pie, pobres e incapaces ciudadanos que si no tienen las bendiciones de los mamones y carbones de turno sólo les queda fregar suelos o vender pescado en el mercado de su pueblo. Esa es la nobleza de sangre de nuestros tiempos. Y, sí, como siempre, todo ese esfuerzo un auténtico carnaval para morirse mañana mismo. Porque digo yo ¿pa qué tantos lumbreras y acumuladores de prebendas y listillos de turno si luego se comportan como gilipollas sin remedio? Bien que al pavo real le crezca un hermoso plumaje si él le sirve para ligar y darse un revolcón con la pava de turno, pero ¿a qué el plumaje y el pretendido lustre de estos solemnes memos? ¿Para lucirlo ante los de su misma condición? ¿Para decirnos que la cosa pública es patrimonio exclusivo de los susodichos listillos, de los aprovechados de siempre?
Que nuestro grado de idiotez puede jodernos la vida es algo más fácil de demostrar que aquello de que el cuadrado de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa. Basta echar un vistazo a nuestro alrededor para ver los estragos a que puede dar lugar. Si fuéramos capaces de contabilizar las parejas que se han venido abajo gracias a las pequeñas idioteces acumuladas día a día a lo largo de años seguro que podríamos llenar con ellas todos los estadios de fútbol del mundo. Y en el trabajo, y en el ámbito de los rijosos señores parlamentarios... and so on.
La idiotez es algo que pertenece a la sustancia menos elaborada del cerebro, sale así, espontáneamente, en especial cuando no pensamos demasiado y damos rienda suelta a una espontaneidad en donde nuestros deseos contrariados, nuestra mala leche o nuestro resentimiento, unidos a esa pizca de inconsciencia que aflora en el comportamiento de casi todo el mundo en un momento inesperado, termina traicionando cualquier tipo de mesura para mostrar descaradamente ante el otro ese sucio rincón de nuestros inconfesados desarreglos.
Uno quisiera encerrar su idiotez bajo siete llaves para que nadie se entere de su existencia, pero, ah, ahí tenemos ese significativo ejemplo del señor Azúa, que vestido de frac y desde los atriles de su creída condición de privilegiado olvida estúpidamente ese detalle y se echa a la calle como quien lo hiciera completamente desnudo sin ser consciente de ello, mostrándonos así la plena desnudez de su estupidez, aunque sea una estupidez azucarada con las prendas del academicismo.