En unos segundos puedes perder la vida

Lago Cullulleraine, Estado de Victoria, Nueva Zelanda, 20 de marzo de 2016

Recuerdo una entrevista que le hacían a Anthony Hopkins en que el periodista le preguntaba por su actividad favorita. La respuesta del actor era que conducir a través del desierto de California, rectas interminables y pisar el acelerador, y dejarse llevar por los pensamientos. También usaba el coche y la carretera como terapia. Hoy nuestra "aventura" fue también hacer kilómetros, seguir incansablemente esa línea de asfalto como trazada con un tiralíneas que recorría el norte del Estado de Victoria.

Recordaba por el camino cierto viaje de verano; cuando los veranos de maestro nos llevaban a todos los rincones de Europa e incluso Turquía e Israel. Antes de terminar las clases habíamos empleado algunos días en dejar a punto nuestra furgoneta viajera y el último día de trabajo, nada más abandonar el colegio sólo teníamos que pasarnos por casa para cambiarnos de ropa y salir pitando. Aquel verano, los primeros días hicimos más kilómetros que Dean, el amigo de Sal en la novela de Keruac que recorrió de oeste a este los Estrados Unidos, cuatro mil kilómetros, en cuatro días. Salimos de Madrid y nuestra primera parada fue en Pisa y la segunda en Ancona para tomar el ferry que nos llevaría a las cercanías de Atenas. Fue una noche demoledora, estábamos todos tan eufóricos que apenas ninguno llegó a dormir en toda la noche, la excitation del comienzo de las vacaciones y la certeza de que ese verano iba a ser una auténtica aventura nos despabiló a toda la familia. A mí a la altura de la Costa Brava empezó a venirme el sueño, pero salió la luna que rielaba como un puñal de plata sobre las aguas del Mediterráneo y alguno de mis hijos comenzó a cantar y ya fue un quinteto al completo, desafinado, es cierto, porque el padre desentonaba un montón y equivocaba las letras. A veces parábamos en un área de descanso, me daba unas carreras y ya podía volver de nuevo al volante. Amanecía cuando empezamos a ver la torre de Pisa. Aquellos días fueron un borrachera de kilómetros que recuerdo con mucho agrado. No es que tuviéramos prisa, nuestros largos veranos solían ser un puñado de improvisaciones y tan pronto tirábamos para aquí o para allá según soplara el viento, pero en aquélla ocasión queríamos comenzar nuestro viaje navegando por el Egeo y no paramos hasta llegar a la isla de Creta. La excepcionalidad de aquel largo viaje hasta el tacón de la bota de Italia tuvo el sabor de esa clase de excentricidades en donde te dejas los ojos, el cuerpo entero pero que después recuerdas hasta el final de tus días junto a ese puñado de locuras que constituyen la sal de la vida.

Por la noche habíamos pasado frío, el bosque estaba húmedo y a cierta altura y no fuimos capaces de levantarnos para ir al coche y coger alguna ropa más. Aguantamos estoicamente hasta la madrugada, así que cuando sonó el despertador no hicimos pereza para levantarnos y, como la temperatura era bastante baja y estaba despejado, decidimos que ya desayunaríamos de camino cuando el sol calentara un poco. Así que: a la carretera. Hemos consultado la guía y no vemos manera de encontrar algún lugar atractivo para nuestro gusto de momento así que enfilamos hacia el norte de Adelaida. Si encontramos algún lugar bonito para caminar, pararemos, si no seguiremos hasta Port Augusta en donde tomaremos la carretera que atraviesa el desierto hasta Alice Springs y el gran monolito rojo Uluru que se eleva en el centro de este continente y que una vez, hace muchos años vi en una espléndida fotografía tomada al crepúsculo que me hizo pensar que algún día visitaría esa curiosa montaña. La construcción de esta carretera fue un acontecimiento en el país porque es la única que atraviesa éste de sur a norte desde Port Augusta a Darwin.

Ahora tenemos por delante dos mil quinientos kilómetros de carretera con escasas concesiones a las florituras que distraigan la atención de los viajeros. Leeremos a Keruac, oiremos música y de vez en cuando pararemos para hacer caso a algunos cartelitos que aparecen sistemáticamente en la carretera y que dicen cosas como éstas: "Abre los ojos, la fatiga mata" o "Una cabezada (microsleep) puede terminar con tu vida en unos segundos". Lo cual es una gran verdad. Y más para mí que tengo tendencia a adormilamiento con mucha frecuencia conduciendo. Vas tan tranquilo y de golpe notas un leve vahído, los neumáticos suenan ruidosamente de golpe en la línea mordida del arcén y si tienes suerte enderezas sobresaltado el volante y te prometes enseguida que cuando te entre sueño pararás. Aquí es más fácil, te lo advierten las autoridades del tráfico constantemente y, además, trescientos metros tras el cartel te vas a encontrar un lugar ideal para descansar, con una mesa donde sentarte a tomar un refresco.

Una vez, yendo sólo hacia Los Galayos, en la carretera de Talavera a esa hora de la madrugada en que uno puede confundir todo, me pareció ver un coche panza arriba a unos treinta metros de la carretera. El conductor, un hombre grueso con tripa de amante de la cerveza yacía medio muerto unos metros más allá del coche. Cuando intenté que me dijera algo prorrumpió en un llanto, lloraba por su hija de nueve años, que no la vería más, que sabía que se estaba durmiendo pero que tenía prisa por llegar a casa, que llevaba muchas horas sin dormir. Su camisa estaba sucia de la sangre que le bajaba de la cabeza y de un costado. Habían parado otros conductores y mientras llegaba la ambulancia no paraba de nombrar a su hija pidiéndole perdón por no haber parado antes.

Ahora atardece junto a la orilla de un lago que nos hemos encontrado en el camino. La luna asoma entre las ramas de unos árboles parecidos a las encinas. Los grillos interpretan su cantinela y de vez en cuando oigo a Victoria con los auriculares en los oidos pronunciar alguna frase en inglés. Ella es más constante que yo. Me traje el curso de inglés para estudiar durante el viaje, pero apenas lo he tocado. Estoy condenado a chapucearlo de por vida. Ya no me dan los años de la vida para seguir tratando de dominar un idioma que siempre se me resistió. La placidez y el aire tibio indican que acaso esta noche la temperatura sea más razonable.