Campsite junto a Wallan, cercanías de Melbourne, 20 de marzo de 2016
Estar siempre machacando sobre las terribles injusticias que han asolado tantos países colonizados a lo largo de la historia quizás merma la posibilidad de ver claro en los asuntos generales de la historia. Me sucede a menudo. Las masacres, todas esas cosas que de primeras nos dan la tónica mental de los invasores, británicos, alemanes, españoles, portugueses, turcos, etc., no las disculpa nadie y ahí están para decirnos que parte de nuestra naturaleza es rapiña y maldad sin cuento, sin embargo aterrizar en un país y despellejar sistemáticamente a los colonizadores debería tener también su justo contrapeso.
Quizás fuera injusto en mi último post hablando en un cierto tono jocoso y frívolo de los finolis de los australianos retratándolos solamente en base a su relación con los aborígenes y a las matanzas perpetradas con ellos.
Hoy, después de pasar el día en Melbourne, estaba releyendo un libro mío que titulé A través de África y que narra un recorrido a través de Sudáfrica, Zimbabwe, Malawi, Tanzania y Kenya y allí me encontré algunas reflexiones sobre los también colonizadores del continente africano que matizaban los horrores que en aquella parte del continente cometieron los holandeses en Sudáfrica y en la antigua Rhodesia y los alemanes en Namibia. Los matizaba porque junto a sus conquistas aportaban también los valores de una cultura, la occidental, que en aquellos momentos llevaba tras sus espaldas sufrimientos y guerras sin cuento y que parece que hubieran sido necesarios para sacar a Europa de la barbarie. Algo así, sí, como si progresar exigiera ese tránsito a través del horror. La invasión napoleónica como elemento de difusión de la cultura e intercambio del conocimiento. Otro tanto podría decirse de las conquistas de Alejandro Magno. Las guerras parecen despabilar a la gente sacando de sí valores anexados a la supervivencia y a situaciones extremas que en circunstancias de paz y seguridad sería imposible alumbrar. Autores como Ernest Junger, en Tempestades de acero, y el español Arturo Barea, en La forja de un rebelde, exploran esta idea terrible de la necesidad de la guerra para despertar del adormilamiento a los hombres y sus posibilidades creadoras.
Europa, lo que entendemos por ese conjunto de desarrollo cultural, económico y humano, sería el resultado, entre otras cosas, de la acumulación de luchas, guerras, conflictos sociales y de todo lo que de ello se ha derivado; amén, claro está, de la evolución propia de la cultura y la investigación al margen de las guerras.
Que el progreso de Europa, que después se exportaría a África y a otros continentes, sea producto, en una parte notable, de tantos conflictos es un factor quizás a tener en cuenta, como si de una inversión centenaria se tratara, a la hora de valorar el cobro que se toman los invasores europeos en otros continentes. Me explico, el espíritu de rapiña con que los europeos invaden otras tierras, aportando al mismo tiempo una cultura y una tecnología a otras partes del mundo, que en algunos casos vivían comparativamente en el neolítico, y desde luego tratándose siempre de pueblos mucho más atrasados, podría aparecer aquí como la necesaria contribución de los pueblos conquistados a los conquistadores para adquirir un estatus parecido al de estos últimos, estatus que alcanzaron no acaso gracias a, pero si a través de un largo rosario de penalidades. El repentino paso entre el neolítico, en el caso de Australia, y en menor medida en otras partes, y la cultura y tecnología acumulada a la altura del siglo XVIII o XIX por los países colonizadores europeos, o en el caso de España en los siglos XV y XVI en Latinoamérica, supondría el precio que en parte se cobra el conquistador sobre otro precio pagado por el mismo en sangre y sufrimiento y que después se cobra con intereses, y no pocas veces con usura.
Todo lo anterior no es un intento de justificar nada, tan sólo he tratado de echar una mirada a cómo funcionan estas realidades con las que me voy encontrando en nuestro viaje y cómo son sus raíces.
Fue el caso que hoy pasamos la mañana en el Inmigration Museum de Melbourne y el recorrido por el mismo me hizo reflexionar sobre algunos aspectos de la historia de este país. Si días atrás me he referido a la relación de los invasores de este país con los aborígenes espoleado por la lectura del libro de Chatwin Los trazos de la canción, hoy sería lógico hablar de un tiempo posterior en el que millones de ciudadanos procedentes, primero de países anglosajones, pero después de todo el mundo fueron conformando junto con sus primeros habitantes este país que se llama Australia, un país donde una cuarta parte de la población es inmigrante.
Le contaba esta mañana a Victoria que siendo yo niño si mi madre no se hubiera opuesto rotundamente a las ideas de mi padre probablemente habría sido muy difícil que nos hubiéramos conocido. Quizás fuera al final de la década de los cincuenta. En el barrio en que vivía, en el paseo de Extremadura, una parte importante de los vecinos proyectaron marchar a Australia a vivir. Se hablaban maravillas entonces de aquel país, de las posibilidades de hacer dinero. En el museo se veían hoy muestras de aquel esfuerzo que hacía el gobierno australiano entonces para atraer inmigrantes de todo el mundo. Nueve millones de inmigrantes desembarcaron aquí en aquellas décadas. Recuerdo borrosamente las discusiones que tuvieron mis padres en aquella época, cuando precisamente la vecina de enfrente de nuestra casa empezó a desmantelar su casa porque embarcaban rumbo a las tierras de los canguros de las que mis padres no sabían otra cosa que estaban muy lejos, tanto como que se necesitara más de un mes para llegar allí.
Me alegro de que mi madre se negara a cambiar su Madrid por este lejano país. Vivo en un país tan encantador, tan bello, sí, aunque esté tan lleno de chorizos, que no lo hubiera cambiado por otro del mundo. Lo he dicho muchas veces, me gusta viajar y patear caminos de todo el mundo, pero si en conjunto tuviera que elegir el país que más me gusta, sin duda que seguiría diciendo que España (aunque si por mí fuera me cargaría todas las urbanizaciones y chalets de la costa mediterránea. No sólo chorizos, también esos cabronazos que destrozaron medio país a base de cemento). Este lejanas tierras, siento decirlo, Nueva Zelanda es otra cosa, no parece tener grandes atractivos. Después de que cumplamos los casi diez mil kilómetros de nuestra ruta lo podré confirmar, pero hasta ahora bien, pero acaso, quizás, no creo que merezca la pena volar tantísimas horas hasta aquí mientras queden tantos bellos países por el camino antes de aterrizar definitivamente en Australia.