A través del Desierto Rojo

En algún lugar del desierto central a medio millar de kilómetros de Alice Springs, 22 de marzo de 2016

El ruido de los neumáticos sobre el asfalto y el aire entrando a ráfagas por la ventanilla, la recta línea de la carretera delante de nosotros, la tierra roja del paisaje, los matojos que cubren con su gris azulado la vastedad que nos rodea, alguna acacia de tanto en tanto. Este es nuestro entorno desde que sale el sol hasta que empieza a ponerse. Y cuando paramos enjambres de moscas de esas puñeteras que gustan de meterse en los ojos y la boca y que sólo dejan de molestar cuando el sol empieza a ocultarse.

Es nuestro segundo día de viaje a través de este desierto que nos va a llevar al centro del continente, el Uluru (Ayers Rock) que es algo así como el epicentro religioso de los aborígenes, una enorme formación rocosa de nueve kilómetros de diámetro que se eleva cuatrocientos metros y que se hunde en el suelo, como la raíz de una enorme muela, según estimaciones técnicas, sesenta kilómetros. Ese enorme monolito en el centro de esta tierra que con el privilegio de su color y textura que se vuelve de un rojo intenso al atardecer hace pensar efectivamente en algo mistérico y por tanto muy propio para que los aborígenes lo eligieran como referencia divina.

El cuentakilómetros de nuestro coche marca ya los cuatro mil kilómetros. Nuestros cuerpos se han hecho a la rutina de las grandes distancias y el paisaje que atravesamos es grato pese a su aparente monotonía. Sólo hay que dejarse llevar y estar atentos a los animales que se puedan cruzar en la carretera. Los cadáveres de grandes canguros devorados por bandadas de cuervos y cornejas en mitad de la carretera son un espectáculo habitual cada pocos kilómetros; también cruzan el asfalto grandes lagartos; los milanos planean a la búsqueda del plato fácil de los canguros. Estas carreteras son anchas y despejadas y durante el día es fácil esquivarlos, aunque días atrás estuvimos a punto de chocarnos con uno que salió inesperadamente entre los matorrales del bosque y se libró por medio metro de ser arrasado por el coche. La mayoría de los cadáveres parecen que hubieran sido victimas de la noche. Ya nos habían advertido en Nueva Zelanda que las carreteras australianas eran sumamente peligrosas después de la caída del sol. Los grandes camiones, aquí llamados trenes de carretera, unos enormes monstruos que arrastran tres largos remolques, circulan día y noche por esta vena central, llamada Stuart Highway en honor al primer aventurero que cruzó el continente por primera vez de sur a norte, y es fácil que sean ellos los autores de toda esta matanza. De todos modos si se produjera un choque de un coche pequeño como el nuestro a la velocidad crucero que se circula aquí, unos ciento veinte kilómetros por hora, con uno de estos grandes canguros, canguros rojos lo llaman, ni el canguro ni los viajeros parece que tuvieran oportunidad de salir vivos.

Son las cuatro de la tarde. Después de comer nos hemos tenido que refugiar en el coche para huir de la insidia de las moscas cojoneras. El aire acondicionado proporciona una agradable temperatura en medio de este inhóspito desierto.

Antes de comer hemos tenido que retroceder cuarenta kilómetros. Los lugares para repostar están distantes unos doscientos cincuenta kilómetros uno de otro. Habíamos llenado el deposito por la mañana y consideramos que llegábamos bien al siguiente, pero nos entraron dudas, paramos, hicimos recuento y vimos que nos faltaban ciento ochenta kilómetros para la siguiente gasolinera con la aguja en el último tercio. No, no llegaríamos. Decidimos volver hasta la localidad anterior, un lugar que debe su existencia a las minas de ópalo. Quedarse sin gasolina en este desierto por despiste y haber tenido que andar mendigando gasolina en la carretera habría sido cosa de merecido oprobio.

El último tramo del día lo vamos a hacer de la mano, mejor dicho de la voz, de mi amiga Marga Fuentes (podéis encontrar su blog y sus canciones en esta dirección: xxcc). Su cálida voz de allende los mares repasa por doscientos o trescientos kilómetros algunos de los temas más queridos de su tierra y su gente. Montevideo y Buenos Aires, el amor, la tierra añorada, Belgrano, vibran en el final de la tarde de este desierto rojo mientras por poniente el sol juega a esconderte entre las nubes, y la luna, casi llena asoma por el lado opuesto gorda y rumbosa dispuestas a bañar de leche y misterio la noche que se aproxima.