Yakarta, 1 de enero de 2016
La primera impresión nada más aterrizar es un calor húmedo que acaso yo había olvidado pero que mi cuerpo rescata enseguida de la memoria de otros viajes. Habituados a vivir la realidad desde el punto de vista del propio habitat, viajar del invierno al verano tropical en unas pocas horas siempre produce una curiosa sensación de extrañamiento. A partir de ahora y durante una larga temporada el termómetro se moverá no más allá de la franja entre los veintisiete y los treinta y tres grados. La ducha, el aire acondicionado y los ventiladores serán nuestros habituales compañeros de viaje.
Es un tópico hablar del tráfico y de la contaminación, pero es una realidad que afecta tan de lleno a la vida de cualquier persona que no va a quedar más remedio que seguir lamentándonos indefinidamente; dado que dejar el medio ambiente a la espontaneidad del sistema productivo es la norma, la ley universal que implantó el neoliberalismo, parece inútil lamentarse. Las cosas suceden como si estuviéramos sometidos a un mal irremisible que unos dioses caprichosos han derramado por todas las ciudades del mundo. El círculo vicioso en el que se mueve la economía con la necesidad de fomentar un consumo irracional, entre el que cuenta la venta de automóviles, para poder mantener una baja cuota de desempleo va a terminar a la corta o a la larga por hacernos la vida imposible. Las primeras horas en Yakarta hasta que llegamos al hotel son un ejercicio arriesgado de calles y grandes avenidas donde el peatón se juega el pellejo continuamente. La ausencia casi total de pasos de peatones y un tráfico furibundo provocan que cada vez que tienes que cruzar una calle todos tus sentidos tengan que ponerse en estado de alerta para atravesar esos pocos metros de asfalto que te separan de la otra acera. Motocicletas a millares, automóviles, autobuses, bicicletas, carritas tirados por mulos, ricksaws... a toda esa riada te enfrentas cada pocos metros.
Si el hombre no es capaz de crear en el futuro ciudades donde la vida sea grata y sin demasiados sobresaltos, lo que requiere de la racionalidad del derecho al uso del espacio público, jodidos vamos a estar. Si el derecho a usar ese espacio público requiere dejar el aire echo una mierda y vivir a salto de mata para que no te atropelle ningún descabellado motorista, mala interpretación hacemos de nuestros derechos. Todo sucede como si el hombre, atrapado en una corriente salvaje de consumo, fuera incapaz de aprender a crear un entorno medianamente saludable. La caótica y grave situación de las grandes ciudades del mundo y la negación de sus gobernantes a poner los medios necesarios para hacer éstas habitables van a terminar de joder la vida a ésta y a todas las generaciones futuras. El horror del tráfico en Yakarta es uno de los indicativos más relevantes de esta situación. Así pues, nada de folclore ni exótico encuentro con Oriente, acaso unos burritos, prefabricados adornados de filigranas que tiraban de su carrito portaturistas cerca de la estación, lo demás era la barahunda del tráfico.
Y pese a todo, el gusto de penetrar en una estrecha callejuela y encontrarte decenas de bares, terrazas, pequeños hoteles, gente a mogollón que charla, bebe o fuma su narguile bajo el toldo de una terraza. Es el barrio que hemos elegido para pasar los días que estemos en Yakarta.
Por la tarde esperábamos el acostumbrado diluvio y salimos equipados con paraguas en el ánimo de dar con algún signo de fiesta para la noche de fin de año. Elegimos caminar hasta la mezquita Istiqlal, junto a la Catedral de Yakarta, en el centro de la ciudad. Una multitud ocupaba la mullida alfombra de los orantes. Estaba tratando de hacer algunas tomas cuando un amable empleado me preguntó discretamente si era musulmán. Me mandó al piso de arriba donde me aseguró podría ver el oficio con toda tranquilidad. Bajo la bóveda de aquel inmenso recinto hombres y mujeres, separados por un pequeño biombo que atravesaba el templo de parte a parte, recitaban los aleyas de rigor; unas veces de rodillas, otras en pie salmodiaban los versos de el Corán interrumpidos de tanto en tanto por la voz autoritaria del imán. Pero no tardé en desentenderme de los ritos, la masa de mujeres terminó por acaparar mi atención, caí en la cuenta de que jamás en mi vida había visto tantas mujeres juntas. No se presta nuestra sociedad occidental a tales encuentros selectivos. Y así fue que encontré algunos símiles estéticos y de otro tipo relacionado con aquel espectáculo.
Allá, como el encaje de las olas que desciende desde desde las alturas para besar la arena, largas filas de mujeres tocadas con sus velos de nieve se inclinaban ante Alá en ritual oración. ¡Alah, clemente y misericordioso! Por un momento apenas reparé en el contenido religioso de aquel ritual pendiente como estaba de la similitud de aquella escena con la que se produce a la orilla del mar sin pausa, cada día y cada noche desde el principio de los tiempos, ese ir y venir de olas cuyo único cometido pareciera, tras ser arrastradas por el viento, crecer y hacer pequeñas cabriolas en el aire, venir a posar la frente sobre la arena como hacían estas mujeres musulmanes en la mezquita. Se producía un silencio y de inmediato las largas filas de mujeres descendían hasta el suelo de rodillas a tocar con la frente el suelo, o acaso fueran los labios. Olas de ribete blanco sobre la arena de la playa, unas tras otras, ritualmente, como en la mezquita. Pero también ese gesto, ya entrada la madrugada y visto que no me podía dormir, se me ocurrió que podía ser la representación de aquella mujer hindú que descubrí en el interior de un pequeño templo al sur de la India, inclinada sobre un lingam de piedra rodeado de olorosas caléndulas. La mujer postrada ante el língam, que probablemente esté relacionado con un rito de fertilidad, pero acaso también con el deseo de que el humor de su vulva sea más ardiente, se me antojaba en aquel momento relacionado con ese movimiento de olas que una y otra vez bajaban a besar la arena como una y otra vez Sherezade y su emir cada noche celebraban el encuentro de sus cuerpos; un símbolo y una realidad que acaso tuviera repercusión sobre mi libido imaginando a todas aquellas mujeres transustanciando su deseo divino en aquel otro más pedreste pero más alcance de la mano de un cuerpo de hombre. Porque de hecho ¿quien sería capaz de penetrar el recinto sagrado de unos ojos cerrados para poder asegurar qué es realmente lo que allí se cuece? Y más, ¿no es esta separación de hombres y mujeres la razón contra natura que los hombres y mujeres se autoimponen para evitar el natural peligro de esa otra realidad en donde la vida busca indiscriminadamente a la vida para reproducirse en el gozo del encuentro? ¿Y así el rito de las mujeres, olas blancas en ritual devoción, la aprehensión in mente de la autoimpuesta prohibición de pensar en algún que otro mozo?
De golpe, el vocerío y los cohetes que habían ido creciendo según se acercaba la hora, se hace ensordecedor, el cielo se llena de estrellas de colores, del petardeo de la pólvora y ya estamos recibiendo todos el año nuevo con la bonita sensación de quien como niños estrenamos zapatos nuevos. Miles de personas concentradas en la plaza más popular de Yakarta, la de Gambir, celebran sin uvas pero con mucho alborozo la llegada del nuevo año. Sobre el horizonte de la silueta de los grandes edificios los fuegos artificiales habían empezado a iluminar el cielo tres o cuatro horas antes de la media noche. La plaza, probablemente grande como varios bernabeus, contiene dos grandes anillos; en el más externo se concentran los chiringuitos, unos carritos-cocina equipados con mesas a ambos lados donde se comen los platos típicos del país y en donde el tránsito es densísimo, y otro círculo, el interior, que contiene el monumento nacional del país, una larguirucha flecha de hormigón que apunta al cielo y que en su final ostenta una blanca llama de piedra, y una extensa superficie de esparcimiento que varias horas antes de las uvas ya está repleta de público. La costumbre consiste en llevar los enseres de una fiesta campestre a la plaza, hacerse un lugar en el césped y contribuir al jolgorio general mientras llega la hora. La temperatura, en torno a los treinta grados, y un alto grado de humedad pintan una despedida de año muy diferente a la nuestra.
Las cuatro de la mañana. La voz del muecín llega hasta la oscuridad de nuestra habitación envuelta en el regazo de una lluvia que acuna blandamente mi sueño.