Yakarta, 2 de enero de 2016
Dormí mal y poco la noche anterior y la siesta consiguientemente se hizo larga de dejarme el cuerpo perezoso y anquilosado. Veamos si soy capaz de meter mano a mi crónica de hoy.
No lo hicimos aposta, pero terminamos allí, donde las ciudades de Oriente supuran, en las calles miserables donde la decrepitud y el fuerte olor acre de la basura en descomposición sube a las narices fétido e inevitable como lo es que una parte importante de la sociedad vaya a vivir de por vida en la miseria. Pasma la naturalidad cómo en estos espacios conviven coches nuevos impecablemente limpios, junto a los montones de basura y junto a infectos canales donde toda la inmundicia de la ciudad flota sin que nadie se alarme de ello. Y gente bien vestida que comparte el habitat con los andrajos de otros vecinos en pequeños y oscuros habitáculos; calles de apenas un metro de ancho donde se hacina una humanidad cuya visión necesariamente avergüenza mi condición de ciudadano moderadamente acomodado. Hice algunas fotos, pero las eliminé de inmediato más tarde. Hay cosas que no se deben fotografiar, lo siento como un acto desvergonzado.
Habíamos dejado atrás la multitud que se apiñaba en la plaza frente al Museo de Marionetas y el de Bellas Artes y callejeando camino del puerto nos tropezamos con uno de esos lugares que sí, inevitablemente, hay que ver entre otras cosas porque viajar no sólamente es un ejercicio lúdico de recreo, viajar también ha de significar acercarse a la realidad y sufrirla por entero, que el hedor de la miseria entre por las fosas de la nariz es algo necesario de tanto en tanto; no se aprende la realidad mirando la tele ni leyendo los periódicos; ni siquiera aunque el telediario nos muestre la misma miseria que uno ve paseando por los arrabales de Yakarta podríamos llegar a ese conocimiento que entra por las fosas nasales, por los poros de la piel cuando atravesamos por hediondas calles. Quizás sea este tipo de conocimiento el conocimiento fundamental sin el cual todo se convierte en unas puras imágenes pasadas por la televisión. Si dentro de nuestra educación elemental cupiera vivir unos meses en medio de las desgracias de una guerra, es indudable que las guerras difícilmente tendrían cabida en nuestro mundo; tal sería el horror que nos producirían. Sin embargo las guerras siempre están lejos, son como la continuación de un film que vimos antes o después del noticiero. Algo así parece pasar con otras miserias. Nunca formarán carne de nuestra carne en alguna medida ciertas realidades mientras no las vivamos de cerca.
Seguro, no obstante, que durante este viaje no vamos a ir expresamente a lugares similares, es demasiado doloroso; pero tampoco trataremos de evitarlos si se nos interponen en el camino. No nos sentimos molestos, hablamos incluso un rato sobre el puente de uno de los canales con un vecino; nos ofreció un barco tallado con el filo de una navaja, no insistió cuando nos negamos; dos tercios del ancho del puente lo ocupaban pequeños pescados sin tripas que se secaban al sol, había gente ocupada en faenas de pesca, algunos barcos atravesaban el canal, docenas de puestos, donde se vendía género de todo tipo repartido en pequeños cajones ocupaban el ancho de las calles, ese misérrimo comercio que permite a una buena parte de la población de Indonesia vivir con dos dólares al día.
Habíamos ido a la zona de Yakarta Kota empujados por el deseo de ver unos cuadros de Afandi, un pintor indonesio del que yo guardaba un lejano recuerdo de cuando años atrás visité su casa museo en Yogyakarta, pero el museo llamado de Fine Art apenas tenía unas pocas pinturas desperdigadas por oscuros salones. El autorretrato de Afandi, Victoria dixit, parecía el de alguien enfadado con la vida, una pintura de pinceladas bruscas como hecha a latigazos en donde gruesos chorros de óleo conformaban el rostro regordete e inquietante del pintor. El calor en las salas era agobiante. La nueva moda de los selfies, esa plaga, hacía que muchos de los lienzos sirvieran de fondo: yo y una mujer amantando a un niño, yo y una escena marina, yo y... Esas fotos que eran cuando llegamos a la cumbre del pico X, cuando estuvimos en la Torre Eifel, cuando momentos algo memorables dentro de la rutina diaria nos hacían retratarnos frente a determinado monumento, se han convertido en la enfermedad del año y ahora selfiar es la necesidad compulsiva de todo bicho viviente que lleve un teléfono en el bolsillo.
No nos vimos con ganas de regresar atravesando de nuevo todas aquellas callejas que habíamos dejado atrás y tomamos un ricksaw hasta la estación de Yakarta Kota. Nuestros estómagos nos daban golpecitos en el hombro diciéndonos que era la hora de la comida pero no encontramos nada entre una multitud que ocupaba la plaza y las calles ayacentes; algunos puestos callejeros que después de la experiencia que el paseo de la mañana había dejado nuestro apetito encendían en nosotros una sospechosa alerta roja. Después de tanta basura y aquel profundo olor a restos orgánicos en descomposición se me hacía imposible rendir mi apetito a cualquier puesto de la calle; todo se me presentaba sospechoso. La estación de tren estaba tomada por la multitud que entraba o salía moviéndose como dos cuerpos que se arrastraran como paquidermos exhaustos. En los días más concurridos por las manifestaciones en la puerta del sol no se abría uno paso mejor que esta mañana en la estación de Yakarta Kota. Miles de personas, entre ellas muchísimos niños, niños por todos los lados, buscaban la salida o intentaban acercarse a los torniquetes de la entrada. Todo una pura masa humana, y sin embargo un cierto orden, una policía que hacía lo que podía y unos empleados que te atendían cortestemente y que gastaban contigo un tiempo que en el medio de aquella multitud parecía impensable. Terminamos por comprar los billetes, atravesar los torniquetes y encontrar un sitio para esperar a nuestro tren que nos llevaría de regreso a casa.