Madrid - Arabia Saudita, 29 de diciembre de 2015
Hace días bebía versos
como quien bebe sorbos de sed,
macerados hilachos de vida
dispersos en el cuenco de la memoria,
la abtrusa idea de que al fin todo es parte de la propia alma,
leve nostalgia de quien ha de morir
inconcluso el eterno retorno que habría de cerrar el círculo de la existencia.
Después, un lunes por la mañana,
murió mi suegra.
En el céreo silencio de su rostro dormía la verdad de la existencia,
la muerte había arrebatado de sus facciones todo gesto de determinación,
todo anhelo
todo recuerdo que no fueran gritos de infancia
sueños que dormían en el fondo de algún deseo imposible.
Hoy, a diez mil metros sobre el mar,
vuelvo a leer como quien tiene miedo de acabar el preciado líquido de su copa,
versos,
aquellos que hablan de un viejo naufragio,
cuando las palabras brotaban luminosas cada tarde
mientras el rescoldo del crepúsculo
juntaban sus manos para despedir al día.
La tarea de hacer versos sin que el hada madrina que los propicia venga a hacerte compañía es una tarea prácticamente inútil, el hada madrina o que de hecho hayas sufrido algún saturnal enamoramiento que te haya dejado patidifuso. Escribir versos sin estar enamorado se me ocurre la cosa más imposible del mundo, enamorado o loco de atar, que para el caso viene a ser lo mismo. Condensar en unas pocas palabras esos pocitos de emocionada esencia que recorren el sistema nervioso, el alma, dirían otros, de algunas vidas, es asunto que requiere unas aptitudes y un estado emocional sólo accesible a unos pocos agraciados, ese puñado de hombres y mujeres de los que el siglo no da más de una docena. Así que chitón y a otra.
Volamos al sur de la isla de Creta. La franja de nieve de sus cumbres en la lejanía azul en donde el mar y el cielo se confunden, apareció bruscamente mientras leía cuando miré distraídamente por el ojo de buey. El mundo se ha puesto tan a la altura de la mano desde que se inventó el Google Earth que apenas causa sorpresa encontrarse ahí mismo Creta y dentro de un rato Egipto y el mar Rojo y todos los mares y países que habremos de atravesar hasta aterrizar en Indonesia.
Tratar de encontrar la puerta que da al jardín encantado se hace cada vez más difícil. Cuando eras joven cogías un avión a Oriente y ya estabas en medio de un cuento de Las mil y una noche con Sherezade al lado dispuesta a descubrirte un mundo esotérico y encantador. Un jardín encantado es ese jardín que todos los viajeros buscan y cuyas puertas raramente se abren al turismo de masas. El jardín encantado es aquel que todos buscamos en el fondo de nuestros anhelos, las grandes selvas o los paisajes lunares donde a la noche la silueta del Taj Majal, reflejada en las aguas del río Yamuna, surge de la tierra, espléndido carbunco, para hablarnos de otros tiempos, de viejas historias que satisfagan nuestro anhelo de curiosidad. Asunto nada fácil ni baladí, como puede imaginarse. Estamos tan condenados a las simplezas y al mundo plano que nos ofrecen los medios (... y los políticos) que cuesta pensar que un poco más allá pueda estar en algún lugar del mundo esa puerta encantada cuyo acceso nos redimirá de la mediocridad y del paisaje plano de la cotidianidad para llevarnos a un mundo donde experimentar emociones y vivencias poco corrientes.
Por probar que no quede. Cada vez nos queda menos tiempo. Hace semanas, cuando murió mi suegra y la enterramos bajo un joven lilo en nuestro jardín (las cenizas de mi padre yacían cerca bajo unos rosales), al final del acto yo bromeé con la idea de que nosotros seríamos los siguientes en ocupar aquel espacio. Me pedí para mis restos un trocito de terreno de tres palmos cercano al lilo. Así que entre el fin de los días de la abuela y ese momento en que mis cenizas vayan a ocupar su puesto en nuestro jardín no queda otro remedio que probar a hacer de la cosa un atractivo peregrinaje en pos de esa puerta encantada tras la que siempre vislumbramos cierto perfume a plenitud. Por cierto que Sherezade no hay noche que antes de seguir con la continuación de su siguiente cuento no hagan ella y su rey la cosa, como relata el cronista. No es la misma cosa a la que yo me refiero, pero como si lo fuera. Hacer de la cosa un atractivo peregrinaje sin la cosa siempre habría de ser algo carente de uno de los atractivos esenciales de la otra cosa, la vida, vamos.
Después del último punto me quedé sopa, el cielo de Libia, Egipto, el Nilo y parte del golfo Pérsico fue mi lecho. Aprovecho una parada técnica en Yeda, Arabia Saudita, para terminar este post. Esto de que a uno le vaya quedando menos tiempo, aún siendo una verdad universal de Perogrullo tan evidente, es asunto que se aviva en la conciencia cuando tropezamos con la cercanías de las diabluras del destino que a toda costa se empeña en poner punto final a todo. Lo que puede llevarnos a considerar que puestos a dar por terminada la faena en unos cuantos años más vale emplear éstos en algo más atractivo que cazar gamusinos.
El avión ronronea en la noche camino de Riyad tras la breve parada en Yeda. El desierto bajo nuestros pies apenas acoge alguna esporádica luz entre la arena. Pasamos no lejos de La Meca, pero tras el ojo de buey sólo se aprecia una oscuridad absoluta.