Yogyakarta, 6 de enero de 2016
Una anciana con la cabeza baja, resignada, con una tristeza que acaso sólo las madres pueden sentir, gira sobre sus pasos y se dirige al miserable rincón de su habitación. Su hijo parte hacia la India. La soledad de la anciana es dramática. Affandi pinta esta escena, no es difícil imaginarla, con el corazón roto por el recuerdo de la madre abandonada a su suerte al otro lado del océano. El miserable dormitorio, un gato que duerme ajeno a su desgracia, un reloj que cuelga del dintel de la puerta y que acaso marca el paso insoslayable del tiempo son el escenario sobre el que el sentido de culpabilidad de Affandi monta el drama. Pero no termina ahí esa penitencia que se impone en pintor de dejar constancia de la crueldad de la situación, en el lienzo de la derecha vuelve a reincidir en el momento de la despedida. Un cuadro que recuerda la factura de Munch vuelve a mostrar a la madre rozando con las yemas de los dedos el rostro de su hijo, mientras un tercer personaje a la derecha -¿él mismo?- contempla la escena con horror. Lo que uno sabe de la vida de Affandi, sin recurrir a otras fuentes que no sean sus cuadros, es que su mundo era un reducido espacio donde fuera de su madre, su mujer, sus hijas, su familia y sobre todo él mismo apenas parecían caber muchas más cosas; acaso su obra ocupara un espacio de paralela importancia.
Los trazos gruesos, los colores puros, el instinto que trabaja sobre el lienzo como quien va distribuyendo trozos de piel y vida en él, todo pintado como si recogiera la pintura de la tierra con las manos y antes de que el pálpito de vida se enfriara para convertirse en materia inerte, necesitara depositarla sobre el lienzo para ver extinguirse sobre él el último latido. Flor que se corta, vida que se siega para dejar constancia en el tiempo de la representación de alguno de sus colores, del anhelo, de la tristeza, de la soledad, de la ternura, esa extrema desolación de la madre, del hijo como aguantando en el pecho el filo cortante de una navaja.
En el siguiente lienzo aparece Affandi desnudo llevando en brazos a su hijo recién nacido, nacido en una fría mañana de invierno en Londres. Una nueva vida entre sus manos, tan frágil, tan débil: el miedo se pinta en el rostro del artista, la tarea de ser padre y poder proteger a su hijo recién nacido parece agobiarle desde su propia indefensión y desnudez. Esas cosas de las que está hecha la existencia y que palpitan ahí como lo hace el corazón, con el mismo silencioso ritmo de los pulmones, sin aspavientos pero dejando dentro del hombre o la mujer un silencioso hilo de angustia que nadie oirá y que sólo los artistas y los poetas sabrán resucitar para alimentar la verdad interior con la que cada uno camina a lo largo de la existencia, sigilosamente, en silencio. Es la sangre del alma que fluye salvajemente, inaprensible pero vivaz por el organismo alertando nuestros sentidos y nuestra adrenalina ante una posible colisión con un peligro inminente. ¿Sabré, sabremos proteger esta débil llama de vida que acaba de brotar de entre el calor de otras dos vidas, las nuestras? Es el pensamiento que descifro en un rostro donde en medio de la noche y la oscuridad el miedo no parece tener cobijo.
Hace una década pasé por esta ciudad y quedé impresionado por la pintura de Affandi, pero como tantas cosas Affandi y su pintura quedaron traspapeladas en el trasiego por otras ciudades y continentes. No es un pintor muy conocido fuera del ámbito de Indonesia, pero acaso mereciera un lugar junto a Edgard Munch y Van Gosgh. El dolor intimista de Affandi abandonando a su madre y el desamparo frente al nacimiento de su primer hijo tiene mucho de ese desasosiego que la pintura descarnada de Munch muestra. También la factura de su pintura tiene un parecido notable con la del pintor noruego, la de este en muchos momentos motivada por un desengaño amoroso y la de aquel por el abandono de su madre. Sin embargo, cuando la pintura de Affandi está libre del desasosiego a quien se parece es a Van Gosgh. Por cierto que habría que añadir un tercer pintor a este dueto con quien Affandi se sentiría como en su casa, se trata de Rembrandt. Con ser tan distinta en su factura, hay en ella un gran reflejo de la obra del pintor holandés, especialmente en el tratamiento de los autorretratos.
El museo Affandi se levanta sobre lo que fue la casa del pintor, una arquitectura original que trata de mimetizarse con la naturaleza y crear espacios y levantar muros con la misma disposición que lo hiciera el pintor sobre un lienzo. Affandi quiso ser enterrado en el patio de este entorno rodeado de todas sus obras. Para mí que se trataba de un individuo muy sabio que tenía un pequeño puñado de cosas muy claras y que hizo de la vida eso que en algún lugar leí últimamente, yo soy mi propia obra de arte.