Un manojillo de flores sobre la tumba de la abuela


El Chorrillo, 17 de diciembre de 2015

Con la cercanía de la muerte de mi suegra al lado no es difícil que en algún momento mis reflexiones vengan a caer en uno de esos asuntos esenciales que apenas tienen cabida en el trasiego diario. Ahora, cada vez que me doy una vuelta por la parcela, raramente dejo de pasar junto al arbolillo bajo cuyo cepellón yacen las cenizas de mi suegra. No sólo son las cenizas, también hay un detalle que me llama la atención y que acaso no cabe explicar pero que revuelve en mí algo candente, sucede como cuando lees unos de esos versos que interpelan el alma sin ser capaz de manifestar racionalmente la razón de por qué penetran con tanta fuerza en ti.
Quizás me refiero a un hecho intrascendente y normal, pero el caso es que a mí me conmueve. Se trata de un manojillo de flores silvestres que yacen al pie del lilo donde enterramos a mi suegra. Habíamos cavado el hoyo, nos habíamos situado toda la familia alrededor y, los niños primero, fueron metiendo sus pequeñas manos en la urna funeraria para tomar un puñado de ceniza que esparcían después con cara circunstanciada en el hoyo; después seguimos los adultos, el mismo gesto, la misma expresión consciente de que estábamos viviendo un momento de cierta trascendencia. Noventa y dos años de vida, seis hijos, los años de la guerra, la crianza, las dificultades, los momentos de gozo, habían llegado a su conclusión. A continuación colocamos el árbol y fuimos cubriendo poco a poco el cepellón. Víctor, el jardinero de la familia, arregló los alrededores, construyó un alcorque con la destreza que da la experiencia y terminamos el acto con unas palabras dedicadas a la abuela que había escrito Javi. A Saúl, el más pequeño de Cristina y Javi, le tocó regar el árbol, tarea que hizo serio y como un señor circunspecto que cumpliera un alto cometido en el municipio. Habíamos terminado. Yo había recogido la manguera y bajaba tras los otros por la rampa cuando descubrí a mi hijo Guille fotografiando el pie del lilo donde alguien había depositado un manojillo de flores silvestres. Creo que fueron mi nieta Ainara y mi sobrina Paula,  aunque no estoy seguro.
Aquel manojo de flores, la Pitufa como yo la llamo aunque ya va camino de los ocho años, y las cenizas de la abuela, componen esta mañana en mi recuerdo una escena que me conmueve, un cuadro que habla de asuntos muy diferentes, pero íntimamente ligados a esas cosas importantes que uno no quisiera dejar a un lado en un mundo en que, diseñado como está, apenas vamos teniendo tiempo para los asuntos esenciales: la familia, el amor (incluido ese amor algo melífluo constantemente en los labios de la abuela y que con humor cuestionábamos hijos y nietos de continuo), la constancia de que el camino termina entre el perejil, no más. Nuestras opciones políticas, nuestros anhelos, nuestros deseos de esto o lo otro, lo que bulle con mayor o menor fuerza dentro de uno... todo tan efímero a la vista de esas cenizas. Y sin embargo tan entrañable, tan apasionante; la vida, digo, esa vida que casi está en su comienzo en mi nieta, que habitó en nosotros casi ya por siete décadas, la misma que se encuentra en el árbol que se nutrirá de la tierra y las cenizas.