Shanghai, 30 de octubre de 2015
Estoy encantado con esta ciudad, acogedora, enorme, bella, multitudinaria. Es el segundo día que paseamos por sus calles; la necesidad de comprar los billetes para el ferry que nos llevará a Japón la próxima semana nos ha acercado al centro neurálgico de la ciudad que se erguía con todos su esplendor en la orilla opuesta del Yangzé. Llovía y el enjambre de torres, cada una en sí misma una espectáculo, surgía en la grisalla de la tarde como grandes monolitos de un inesperado escenario propio para grandes escaladas. Quizás fueran mis ojos de antiguo escalador que las veía así, en cualquier modo era un hermoso espectáculo. Uno cuando se aproxima a una ciudad como Shanghai especula con la posibilidad de encontrarse con un escenario de picudos y aglutinados rascacielos sin una estética de conjunto; para que un conjunto urbanístico de proporciones se convierta en una joya visual es necesario que concurran muchas voluntades, enormes cantidades de dinero y, sobre todo un buen puñado de arquitectos que no sólo reten la verticalidad sino que además se propongan hacer algo bello. Y Pudong, la zona a la que me refiero, lo es con el añadido de tener a sus pies las aguas rutilantes del gran río asiático, el Yangzé, que lo abraza entre las aguas de un gran meandro.
Nos demoramos tanto contemplando aquí y allá los grandes monolitos que cuando dimos con las oficinas de la naviera nipona ya habían cerrado. Volvimos en el metro al hotel y a la mañana siguiente después del desayuno y de hacer la reserva para el ferry nos dedicamos hasta la hora de comer a recorrer la orilla derecha del río frente al Pudong y el Bund, un barrio que recoge ejemplares de arquitectura de la época en que ingleses y franceses levantaron aquí un emporio económico. La muestra fotográfica de más abajo fue nuestra diversión hasta la hora de comer. Pese a la saturación que sufrimos días atrás en Xian con el sin fin de retratos que nos aplicamos a realizar en las calles del bazar, hoy se hizo irresistible también volver a retratar a la gente que paseaba su ocio junto a la orilla del río. Hacer retratos se ha convertido en un deporte muy agradecido. Tengo por costumbre pedir permiso a las personas que quiero retratar, pero en esta ocasión y en el día de Xian el estar entre la multitud, donde uno puede apretar el disparador como si estuviera fotografiando el infinito siendo que utilizando un objetivo de 200 estás haciendo un perfecto encuadre para un retrato, en esta ocasión aparecer como fotógrafo despistado que colecciona rascacielos ayudó a tomar alguna que otra fotografía de primerísimo planos muy interesantes sin necesidad de prevenir al fotografiado, generalmente ocupado en que le fotografíe un familiar o en hacerse un selfie. Robar una expresión, una sonrisa, una cara bonita, la autocomplacencia de una moza que se ve guapa y hace poses para retratarse o incluso las miradas de connivencia de una pareja o las bromas de unos amigos, es un acto de indiscreción que debería ser considerado como una descortesía pero... acaso no debería haber peros, pero, termino diciéndome que bueno, que en estas ocasiones la gente somos una parte del paisaje urbano, especialmente cuando ocupamos las calles o los espacios concurridos como una riada. En esos momentos creo que se puede hacer trampas, nadie está exento de quedar encuadrado en la cámara oscura de una digital de cualquier viandante. Luego está, claro, esa satisfacción que da hacer unos buenos retratos. No por otra razón hace un par de semanas terminé comprandome una reflex y un par de objetivos.
A veces para hablar de una ciudad es más práctico mostrar a ésta y a parte de sus habitantes en imágenes, así que aquí termino, es hora de dormir. Ahí queda más abajo parte del trabajo de hoy.