Xian - Shangai, 29 de octubre de 2015
Esta nuestra casa en las dos últimas semanas, las horas de apacible lectura, de mirar por la ventana, de dormir y soñar, de despertar envuelto por la caricia cadente del movimiento, de intercambiar sobreentendidos con otros pasajeros a falta de una lengua común, de dormitar tras la comida, de atravesar sembrados donde crecen los maizales, el trigo o el algodón: el tren. El tren, casi nuestro hogar. Llegamos a la estación, nos sumamos a la multitud que llena la sala de espera, nos ponemos en movimiento como una enorme masa de refugiados que tuviera prisa por encontrar acomodo, subimos al vagón, colocamos nuestro equipaje, nos descalzamos, nos ponemos nuestros patucos de lana, unos muy chulos que compramos en un bazar de alguna ciudad de Asia Central y ya es como si estuviéramos en el cuarto de estar de nuestra casa junto al fuego de la chimenea. Unas palabras amables con los otros viajeros, una comunicación siempre mucho más fluida que en cualquier parte de Europa, intercambiar algunas chucherías y, como ya es de noche, sacar el libro y sumergirse en la lectura; cenar al rato, una de esas ricas sopas deshidratadas que preparan en el país porque todos los trenes tienen agua caliente en abundancia, unos plátanos que hemos comprado en los carritos que recorren constantemente lo pasillos del tren vendiendo lo que cualquier viajero puede necesitar, incluido papel higiénico y baterías para los teléfonos; y tomar un café y, como a las diez apagan las luces, subir enseguida a la litera y continuar leyendo o escribiendo hasta que te entre sueño; y dormir a pierna suelta y soñar y despertarte alguna vez para comprobar que no duermes en casa sino en un tren nocturno que atraviesa en ese momento alguna parte de Asia camino del océano Pacífico; y despertar con el trajín de las luces que siguen a la hora del amanecer, ir al baño, mirar qué nuevo paisaje atraviesa frente al tren, saber si llueve o nieva o si el sol apunta por el horizonte como días atrás que levantaba con las primeras luces por el infinito horizonte del desierto de Gobi; desayunar algo de fruta y un tazón de leche con galletas o magdalenas, comer un puñado de castañas que una pasajera comparte con nosotros, cepillarse los dientes y acaso pasar parte de la mañana sin hacer nada, entretenido en mirar por la ventana dejando que los pensamientos vayan de un lado a otro sin prisas, como perezosas nubes de verano cuyo único objeto es vagar sin rumbo por encima de los bosques o los rastrojos.
¿Y qué más? Pensar acaso en los ritos y creencias que recorren el mundo, porque en algún momento recuerdas tu visita de ayer a la gran mezquita de Xian, una mezquita sin cúpulas, tan diferentes a las acostumbradas mezquitas que ves en Centro Asia o los países árabes, que se confunde con las instalaciones de un templo budista. Si entras en una iglesia ortodoxa podrás encontrarte al petre de turno en un rincón rodeado de fieles comentando el Evangelio, si lo haces en una mezquita el motivo de los reunidos será recitar sutras o leer páginas de El Corán. No hay muchas diferencias entre ellos, unos rezan rosarios y asisten a misas, otros se prosternan cinco veces al día para orar a Alá; otros rindieron culto al sol o la Pachamama. Cada cual con sus dioses y creencias podría vivir en paz consigo mismo o con los demás, sin embargo alguien, en aras de la exclusividad termina aquí o en cualquier otro lugar del planeta por alterar el sentido común a lo que puede seguir un clima en que enfebrecidas masas sean capaces de sacar sus cuchillos y clavárselos en las tripas a los hasta ahora vecinos aunque practicantes aunque adoradores de otro dios; los que se prosternan frente a Alá contra los que intentan superar el dharma y alcanzar el nirvana, los fundamentalistas estadounidenses contra los fundamentalistas musulmanes, los coptos contra los musulmanes, y así hasta el infinito.
La niebla envuelve las colinas próximas. Hemos atravesado hace unos minutos el río Yangtzé, el gran río de China bajaba de plomo despertando de entre las brumosas tierras como un gran señor que caminara parsimonioso y solemne frente al pueblo adormecido.
Sí, y todo parece tan excepcionalmente normal que cuesta pensar que a estas alturas todavía en el mundo haya guerras de religión y aves carroñeras y locos de atar incapaces de vivir en santa paz consigo y con los demás. Tracatrá tracatrá tracatrá.
Podría suceder que por lo que vengo diciendo estos días en que viajamos por China alguien se haga una idea muy parcial del país en relación a sus aspectos más comunes, libertad, control policial, censura de los medios de comunicación, etc. Todo esto es cierto, pero también lo es que en este país en los tiempos previos a Mao había una esperanza de vida de cuarenta y pocos años y en unas pocas décadas este mismo índice se elevó muy por encima de los setenta años, que la mujer tenía una degradante condición de inferioridad y que ahora goza de una completa igualdad, no sólo nominal, puedes ver mujeres poceras, mujeres que conducen autobuses o que desarrollan cualquier trabajo que en España puede parecer reservado exclusivamente a los hombres. Me sugerían las anteriores reflexiones la estampa de una mujer joven que viajaba sola con un montón de equipaje; viéndola trepar a las alturas y organizar el equipaje de otros viajeros haciendo piruetas a metro y medio del suelo percibía una imagen de la mujer algo diferente de la que nos proporciona occidente, en donde en general, ésta, tanto porque recibe un trato de edulcorada cortesía por parte de los caballeros como porque la falta de hábito ha hecho que éstas depositen en manos masculinas lo que ellas perfectamente pueden hacer, son percibidas en razón de su sexo como si de ancianos se tratara, a las que hay que ayudar con las maletas o prestar toda clase de servicios que puedan retar su capacidad de esfuerzo. Si eres hombre y sabes que te faltan fuerzas para cambiar la rueda de repuesto del coche te buscas una palanca, pero si eres mujer pararás a otro conductor o llamarás a tu compañía de seguros para que te vengan a cambiar la rueda. Un ejemplo acaso algo chungo pero que sirve para ilustrar ciertas diferencias entre las mujeres occidentales y las chinas.
Las mujeres han ganado un montón en este país desde los tiempos de Mao, igual que ha cambiado mucho en relación al mundo occidental la mujer que se crió y creció bajo la influencia de la antigua Unión Soviética.
Ayer tuvimos suerte. Eran las cinco y media de la tarde y, leíamos un rato en la habitación después de merendar, cuando Victoria levanto la vista y preguntó, ¿qué día es hoy? Miré el teléfono y se lo dije, veintiocho. ¿Quieres mirar la fecha de salida en el billete del tren? Lo miré: ¡¡Ostras!! ... si nuestro tren sale en hora y media... Habíamos confundido la fecha con el día de mañana. Pies para que os quiero. Tuvimos que salir pitando para la estación.