Shanghai - Osaka, 3 de noviembre de 2015
Ayer paseando de noche por las calles peatonales de Shanghai se me ocurría que Madrid parecía un pueblo al lado de esta enorme ciudad, enorme por lo multitudinaria, sus rascacielos, la sensación de que aquí uno jamás puede estar medianamente sólo, tal es la impresión de densidad humana; las calles, el metro, los numerosos parques, es un continuo trasiego de gente. Y sin embargo, qué agradable de pasear. El único inconveniente es que la ciudad está repleta de chinos y que, por tanto, raramente te tropiezas con alguien que hable dos palabras en cristiano, lo que te obliga a hacer algún que otro equilibrio gestual, por ejemplo, con el asunto de la comida, aunque después de una semana uno aprende a moverse sin demasiadas dificultades, entre otras cosas porque el metro te lleva a cualquier rincón de la ciudad. Recordaré esta ciudad como uno de esos primeros encuentros que te acompañan después durante muchos años, una cosa que a estas alturas de la edad que uno va teniendo cada vez se hace más rara. Verse realmente sorprendido por una ciudad, no así por unas montañas o un paisaje natural especialmente bello, forma parte de un tiempo pasado. Yo siempre sospecho de lo que me puede ofrecer una ciudad moderna, quizás porque la capacidad que tenemos para hacer cosas bellas y para armonizarlas con la naturaleza se me antoja limitada. En cinco meses de recorrer mundo sólo muy puntualmente nos hemos encontrado con entornos urbanos modernos frente a los cuales hayas sentido esa pizca de emoción que sentiste la primera vez que un vaporetto te introdujo en las canales de Venecia, o cuando reencontraste en las calles de París los rastros de Víctor Hugo, Baudelaire o Hemingway, o cuando rastreaste por las ciudades de la India los colores y olores que se desprenden de las callejas de la Vieja Delhi o Varanasi. A las ciudades y pueblos que tienen en sus fachadas los rastros de la pátina de un tiempo dorado uno se acerca siempre más predispuesto a encontrar en ellas el encanto, la síntesis de un pasado condensado en edificios y entornos urbanos, que cuando visita una ciudad que simplemente ha crecido y que bajo el impulso del crecimiento no ha tenido tiempo para atender la faceta estética. Lo que se hace en Shanghai planificando espacios urbanos funcionales y estéticamente impecables no parece que sea la norma en un mundo en que la fealdad y la acumulación de bloques de hormigón apenas, salvo raras excepciones, deja paisajes urbanos frente a los cuales quepa pararse para contemplarlos con gusto. ¿No debería ser una ciudad, además de un entorno agradable donde desarrollar la vida social, un algo bello esencialmente?... Y lo mismo la casa en la que vivimos, el lugar donde nos sentamos a leer o la habitación donde cocinamos o dormimos.
¿Por qué no la búsqueda de la belleza no habría de ser la condición sine qua non para organizar el entorno en que va a transcurrir esencialmente nuestra vida? Vivir bellamente en un lugar bello... después de eso ya te puedes morir a gusto, digo yo, ¿no?
Si además de eso te sucede como a estas dos parejas occidentales que hacen el viaje con nosotros y que están enamoradísimos pues apaga y vámonos, ya tienes la vida al completo, no necesitas ni plantar un árbol, ni escribir un libro ni tener un hijo. También esto da gusto, ver lo enamorados que puedan estar los vecinos, esas miradas, esas caricias con las yemas de los dedos.
Hoy me desperté sobresaltado, la habitación estaba iluminada como si fuera mediodía aunque sólo eran las seis y media de la mañana. El susto de la posibilidad de perder el barco me dejó el sistema nervioso tocado para un buen rato. Los trámites de la salida del país, un rato de espera, se portaron bien los polis de la frontera, todo fue bastante rapido, y en hora y media el barco ya se había puesto en movimiento frente al espectáculo de los rascacielos de Pudong.
El sol empieza ahora a declinar hacia popa, la desembocadura del Yangzé y las siluetas de las grandes grúas como extrañas mantis cubriendo el horizonte hace tiempo que desaparecieron. El barco apenas lleva una treintena de pasajeros y desde que ha dejado atrás Shanghai y las enormes sombras de sus rascacielos parece vacío, los pasajeros se han dispersado y los salones aparecen solitarios y tranquilos. He dormido la siesta al sol y cuando se ha levantado un poco de viento me he refugiado en uno de los salones desde donde contemplo el mar que poco a poco se va encaminando hacia la noche.