Xian, China, 27 de octubre de 2015
La tan frecuente disposición a generalizar cuando nos referimos a los habitantes de un país. Después de dos largas horas de seleccionar los retratos que hice hoy en las calles del barrio musulmán de Xian, más de doscientos, esa es la primera idea que me viene a la cabeza. No es ni mucho menos lo mismo hablar de los chinos con la idea encima de ciertos tópicos que tengamos de ellos a los que podemos añadir algunos conocimientos concretos, que hacerlo acaso después de haber entablado conocimiento con dos centenares de rostros con los que te has cruzado durante el día en las calles de la ciudad. Los rostros personales y concretos son algo bastante diferente de esa idea que podamos tener sobre un grupo de personas que en el caso al que me refiero, China naturalmente, suman mil trescientos millones. Tan habituados estamos a sintetizar y simplificar los argumentos sustituyendo a un pueblo por sus gobernantes o a la alcaldesa Manuela Carmona por la corporación municipal entera, que apenas que nos descuidamos la gente de carne y hueso no existe. Decir chino en cualquier rincón del mundo es atribuir a las gentes de este país una caricatura, caricatura con la que es más fácil lidiar que si tuviéramos que referirnos a la complejidad de la geografía humana que lo habita. Decía Santiago Pino hace semanas en un comentario bajo un puñado de retratos en blanco y negro que yo había subido junto a uno de mis posts, que esas fotografías le decían más, le enseñaban mucho más sobre la gente de los países de Asia Central que un largo viaje o un buen puñado de libros. Y es cierto. Los rostros en los que nos detenemos cuando viajamos aportan un conocimiento sustancial de las gentes de las tierras que atravesamos, esa clase de conocimiento con el cual uno se siente más solidario y cercano de la gente, más comprensivo y sobre todo más empático. No está bien que lo diga yo, quizás, pero siento que si las personas viajáramos a lo largo de nuestras vidas más de lo que lo hacemos seríamos capaces de ver el mundo de una manera muy diferente. Ese chovinismo paleto que le asoma a tantos que sólo ven el mundo a través de determinada televisión jamás tendría cabida si se llegara a conocer el mundo de primera mano.
Mirar a los ojos a las personas, a los niños y a esos ojazos de plato con que apenas recién nacidos miran curiosos, atemorizados o felices el mundo; a los niños, los felices, los que sufren y los que rebuscan en la basura parte de sus alimentos, los que bromean y juegan por las calles camino de la escuela; los quinceañeros, esos con los que tan identificada se siente la hortelana después de haber dedicado treinta años de su vida a darles clase, todos tan parecidos en cualquier parte del planeta; las parejas de enamorados, ah, los enamorados, esa gente feliz que apenas necesita nada porque su amado o amada cubre casi todas las necesidades; ellos pueblan las calles y espacios públicos de los países que atravesamos, son una hermosa y contagiosa plaga, cupido hace a la gente contenta y de mirada risueña; luego están los adultos, la mirada adusta, la obligación de ganarse la vida, el variopinto espectáculo de las profesiones, la responsabilidad dibujada en el rostro; están las mujeres, Dios, las mujeres, ese sí que es un buen espectáculo, las mujeres y su obsesión por ponerse guapas y salir por ahí a lucir el cuerpo y a levantar oleadas de miradas a su paso, las guapas del mundo son un espectáculo sin igual en todas las calles de los cinco continentes; la gente ya mayor, los ancianos, toda una vida en su mirada, la reconcentrada actitud de la experiencia, también del dolor, una anciana hoy que buscaba comida en los contenedores de las calles del mercado. Todo esto hay que verlo y masticarlo para comprender medianamente la vida.
Es un trabajo de toda la existencia. Desde el punto de vista pedagógico si los gobernantes y nosotros, claro, realmente quisieran mejorar este mundo, una buena idea sería incluir dentro de la planificación de la educación general la posibilidad de que los estudiantes pudieran viajar a países remotos para que aprendieran in situ esa realidad que es el mundo y que poco tiene que ver con lo que nos muestran lo medios de comunicación o los gobiernos interesados en demonizar a esta o aquella región del planeta.
Ya lo he dicho, a mi no me gusta China y ni soñando pensaría en venir a vivir aquí, pero el asunto no tiene que ver con los chinos. Tampoco me gusta Cuba, de la que salí corriendo cuando comprendí que no podía viajar a mi aire, y sin embargo los cubanos son encantadores, la gente más alegre y con más ganas de diversión del mundo. Es el sistema el que puede llegar a ahogarte. No es que todo el mundo sea maravilloso, que tampoco es así la cosa, pero es de cajón que en general con la gente de a pie se puede vivir mejor o peor en casi todos los sitios. No así con los enfermos cuya adicción al poder y cuyas megalomanías han conseguido hacer del mundo a lo largo de la historia un mar de sangre.
No querría montar ninguna teoría sobre esta historia, que sea suficiente constatar cómo el hecho de tener cara a cara a gentes tan dispares y de culturas tan diferentes te hace sentir una empatía, un aire de cercanía con la gente que de otra manera es difícil conseguir a no ser que uno tenga un corazón tan grande como para entender desde chiquitos que todo somos mucho más parecidos de lo que nos imaginamos.
En casa, cuando nuestros hijos apenas habían estrenado la adolescencia una de las tareas importantes que nos impusimos como padres fue que nuestros hijos viajaran lo máximo posible por el mundo. Antes de cumplir los diecisiete años los tres habían recorrido por su cuenta Europa de cabo a rabo, y los mellizos, además, India y Nepal. Creo que fue una de las decisiones más acertadas que tomamos en relación con la educación de nuestros hijos. Hablaba de retratos al principio y de la complicidad que pueden suscitar en relación al conocimiento de la gente. Los retratos que se trajo nuestro hijo Mario de su viaje por India y sobre todo de su estancia en la institución Madre Teresa de Calcuta, fueron parte importante de ese conocimiento, un preciado bien personal.