Goreme, Turquía, 27 de julio de 2015
Mientras nos tomábamos un descanso en nuestra caminata paseo por los alrededores de Goreme, pequeños valles donde exóticos y espectaculares pináculos se erguían como un batallón de grandes gigantes petrificados en su avance hacia ninguna parte; habíamos disfrutado de recoletos rincones y de una luz matinal que todavía se enredaba en la formas de las rocas vistiendolas de suaves tonos cálidos; mientras nos tomábamos un descanso en un altillo en donde los gorros de los gigantes, algunos de ellos disfrazados de enormes e inhiestos penes, sobresalían entre majuelos y cepas escuálidas, nos dio por filosofar a la sombra de un espino blanco cuajado de grandes majuelas en agraz. El tema lo suscitó el recuerdo del asesino noruego Breviz que había aparecido en un tuit que comenté en el último post. Se me ocurrió que sin poner en cuestión la culpabilidad de ese hombre que mató a sangre fría a setenta y dos personas se podría matizar el juicio que tenía sobre él cuando su nombre saltó a los periódicos. ¿De qué herramientas debe hacer uno uso para analizar desde distintos ángulos un hecho como éste? Le decía a Victoria que si quieres freír unos huevos tienes que coger un sartén y agarrala por el mango, pero que cuando se trata de un hecho complejo como éste parece que no fuera fácil cómo abordar el asunto ni qué herramientas utilizar para aclarar el conflicto interno que genera la comprensión y el juicio de los hechos así como el lugar que ocupa este hombre en nuestro ánimo. ¿Se trata de un hijo de puta, un degenerado, un enfermo, un sádico? ¿Que ley debe aplicarse, la ley islámica, el ojo por ojo, la de la silla eléctrica de los Estados Unidos, la ley Noruega, que le permite estudiar ahora Ciencias Políticas, imagino que en una cómoda prisión? ¿Cuáles deberían ser los sentimientos social y personalmente correctos ante situaciones así? Hoy me acerco a considerarlo como algo patológico. Cuando sucedieron los hechos mi punto de vista era diferente, mucho más agresivo. Ahora la reinserción, el intento de comprensión llevado a su máxima expresión me parece la única salida a todos los horrores.
Seguimos caminando mientras nuestro sendero se hundía de nuevo en el valle, ahora camino de Goreme. La delicada luz de las primeras horas había desaparecido, el sol empezaba a despertar su acostumbrada agresividad. No tardó en aparecer a nuestros pies la ciudad "cuyos asentamientos en el área comenzaron en los siglos III y IV, un periodo en que los cristianos del período romano fundaron varios monasterios. Como la mayoría de las construcciones en Capadocia, no se trataba de edificios, sino de sitios excavados en la roca, en forma de cuevas artificiales. Aún existen restos de monumentos, capillas, alcobas, almacenes e iglesias, muchos de ellos decorados con frescos de los siglos XI y XII. Fuera del Parque Nacional, algunas de las cuevas continúan habitadas y hay unas cuantas que han sido transformadas en pensiones o pequeños hoteles (la Wikipedia dixit)".
Tras la siesta en nuestra habitación conventual parcialmente excavada en la roca y con un techo de piedra en forma de arco ojival, me sumerjo en la lectura de Umberto Eco, La
estrategia de la ilusión. Después de hora y media de lectura comprendo que me he confundido al elegir este libro; asuntos que, entremezclados con cuestiones de esta parte del mundo que visito, me parecen tan banales como para que no me dé ningún resquemor abandonar su lectura al poco de comenzar. El mundo de los americanos dedicados a duplicar su historia, el pasado en general, las obras de arte de otros tiempos, a reproducir en ingentes museos de cera a lo largo y ancho de todo el país hechos o personajes, creando copias en escala 1:1 en donde éstas se confunden punto por punto con la obra original, un despacho de un presidente de los Estados Unidos construido pieza a pieza con los materiales mismos del modelo es un asunto que no llega a captar en absoluto mi interés. Los caprichos de nuevos ricos y la recreación que no trata de avivar nuestras ganas por acercarnos al original sino que sólo pretende, en un alarde técnico sustituir la emoción del contacto con el original es una anécdota que creo que no merece la atención que le dedica el autor.
Quizás no obstante en el futuro tengamos que dedicar espacios para reconstruir entornos, ciudades, ambientes que la desidia, las guerras o nuestro afán de modernidad han ido destruyendo con el tiempo. Ya lo hicieron los alemanes con catedrales y edificios nobles que fueron levantados piedra a piedra tal cual eran después de su completa destrucción tras la Segunda Guerra Mundial. En la Varsovia que hace años visitamos era admirable encontrarse con barrios enteros que habían sido reconstruidos no al modo de un estilo anterior sino completamente rehechos tal cual eran recurriendo a fotografías y documentos de la época. Algo así parece que uno deseara cuando atraviesa paisajes urbanos en donde poco a poco va desapareciendo ese no sé qué que tanto nos gustaba, barrios de estrechas calles por donde disfrutábamos perdiendónos, grupos de hombres frente a sus casas charlando o fumando en sus narguiles, cafetines, gallinas correteando por aquí y por allí, la voz del canto del azán, la llamada a la oración del almuecín desde el alminar. Porque ¿cómo no recuperar algún días estas cosas? Un día, cuando una capa de cemento y mal gusto se extienda de una parte a otra del Planeta, acaso a alguien se le ocurra reconstruir en grandes parques temáticos ese paisaje urbano y paisajístico que poco a poco va desapareciendo. Mirando la ciudad de Goreme desde las colinas que la presiden el sentimiento que le viene a uno a la cabeza ante un paisaje encantador de pináculos rocosos atrevidos dedicados sus interiores a servir de alojamiento durante siglos a los habitantes del lugar y que ha sido afeado década tras de décadas por la irrupción de un hormigón que, como siempre, ha invadido sin remedio el lugar, es el de una cierta pena. Hay un punto, siente el viajero, en que las ciudades y los pueblos deberían detener su expansión para preservar para las generaciones venideras ese pedazo de genialidad, de buen gusto que es lo que hace que un puñado de lugares de un país se conviertan en centro de atracción y recreo. Cuando uno recuerda, por ejemplo, los estragos que los tejados de cinz han hecho en el paisaje rural de todo el mundo, al viajero, que naturalmente piensa en su recreo y en que el buen gusto le alegre los ojos, y no en lo práctico y económico o no de dichos tejados, le entran ganas de retroceder un centenar de años para volver a los tiempos en que la arquitectura local se nutría de los elementos de los alrededores de los asentamientos, piedra, madera, barro, paja.