Goreme, Turquía, 28 de julio de 2015
Hoy después de la siesta estuve en el mar. La noche caminaba hacia la hora del alba y las olas rozaban suavemente los labios de una tenue luz que se alzaba tímidamente en la oscuridad. Era hace un par de años, cuando recorría la orilla del Mediterráneo y me dedicaba a coleccionar atardeceres y la delicada luz con que a veces el alba vestía a esta hora el mundo. Un día en que las voces de dos mujeres jóvenes achispadas y llenas del gozo que proporciona una ligera borrachera me sacaron de mi acostumbrado diálogo con las olas y la noche para traer a mi cuerpo la brisa de esa constatación que me dice que uno está hecho de la carne primera que engendró la vida. Las mujeres reían y se daban calurosos y divertidos empellones. El caminante, el tímido pasó de largo como quien pisa la mullida alfombra de una mezquita; el tímido pasaba envuelto por las risas de la madrugada; el tímido inesperadamente sintió que la llamada de la naturaleza engendrada por las voces y los cuerpos, loados ellos que engendran el apremio y el dulcísimo advenimiento del deseo, se abría paso como un caballo desbocado; el tímido, el caminante... Buaaá, la verdad es que a veces me encanta encontrarme con algunos parajes de lo que voy escribiendo durante mis caminatas. Esta tarde estaba con la lectura de El Mediterráneo, el libro que escribí mientras hacia mi último tramo de la vuelta a España a pie. Esos momentos en que inesperadamente el deseo aflora empujado por una u otra imprevista circunstancia son un regalo que siempre mi cuerpo aprecia con devota compostura. Cada cual tiene sus dioses, unos rezan interminables rosarios, otros se postran en las mezquitas mirando a la Meca, muchos encienden velas, mas acaso sea la devoción por lo femenino y de todo aquello que el perfume de su incienso expande a su alrededor, sea en el fondo la única religión verdadera. No se entiende de otra manera que a uno le suceda así, sin venir a cuento, que caminando por este mundo germinal que precede al alba, se le aparezca con esa fuerza la engendradora necesidad de yacer con hembra y deleitarse en los dulces pensamientos de sus encantos. ¿No es moneda común que a los devotos se les aparezca la Virgen, Alá o Yavhé? ¿Por qué entonces el caminante no ha de hacer proselitismo de esa su religión cuya existencia verdadera queda sobradamente demostrada por la cantidad de veces que el caminante o viajero, según las circunstancias, es objeto de apariciones que, semejantes a las de Fátima o Lourdes, producen en él verdaderos arrebatos de devoción?
Alguno pensará que voy de traca, pero de traca nada, que si nos pusiéramos a hacer cuentas de los feligreses de las distintas religiones contados en miles de millones seguro que los devotos de la cosa femenina superaban con creces al resto de todos esos aburridos cristianos, los meapilas y los otros, los seguidores de Alá, los adoradores de elefantes, los que tuvieron al Sol por padre de todas las cosas.
Bueno, bien pensado a fin de cuentas la humanidad en su conjunto no es tan lista como para no perderse en las múltiples bifurcaciones que le salen a uno a lo largo de la vida. Quizás haya otro dios todavía más notorio. Estaba pensando en una excursión que hicimos esta mañana al Open Air Museum de Goreme, un cortito paseo por algunas cuevas-iglesias donde todavía quedaban rastros de algunos antiguos frescos bizantinos y al que los responsables del lugar han puesto un precio desorbitante. No es un ejemplo muy representativo, pero como algo tengo que decir de la jornada viajera, ahí queda aunque entre con calzador. Cuando digo que la sabiduría de la humanidad no está muy afinada me refiero a ese deseo que corre por uno y otro hemisferio de acumular pasta. Don Dinero sí que podía hacerle la competencia a esa religión universal de que hablaba más arriba. La mentalidad de rey Midas está tan asombrosamente extendida que uno piensa que ese idilio femenino que uno sufre y que es patrimonio también universal podría verse perfectamente velado por los numerosísimos feligreses que Don Dinero tiene. Los gestores del museo de hoy, aficionados, cómo no, al dinero, piensan que los turistas son una banda de imbéciles a los que se les puede sacar el dinero que les dé la gana y obran en consecuencia. Igual podrían haber duplicado el precio. Recuerdo un viaje a Perú en el que nos negamos en el último momento a subir al Machu Pichu por la ridícula y exorbitante cantidad de dinero que pedían por acceder a aquel "Patrimonio de la Humanidad", cuyo título servía ya de por sí para poder incrementar todavía más el precio de la entrada. En aquella ocasión nos dequitamos escalando un hermoso pico que se yergue atrevido frente a las ruinas.
Poderoso señor es don dinero, sí, señor, tanto como para hacer perder el norte a tantos, que no sabiendo que hay otras divinidades a su disposición equivocan el altar en donde deben elevar sus plegarias.