Roma


Roma, 18 de junio de 2015

Hoy he empezado a recuperar mi vida cotidiana, esa en la que espero instalarme para convertir un largo viaje en una sosegada mezcla en donde la vida personal, la lectura, los ratos de silencio puedan mezclarse con la toma de contacto de los países que visitamos.

Nuestra habitación, situada en el último piso de un edificio de época frente a la céntrica Stazione Termini, fue un reducto de silencio por la noche, pero avanzada la mañana es un ruidoso espacio a donde llegan las voces de la gente, las bocinas y el ruido de los motores como subiendo por el hueco de una chimenea. Cosa de acostumbrarse.

Me he propuesto hacer de mi tiempo algo diferente a una carrera contra reloj para visitar todo lo que se me ponga por delante y así está mañana ya he decidido quedarme en la habitación para trabajar. Me he traído el manuscrito de una novela mía que tengo en mucho aprecio, "Medio metro de ternura", para darle un buen repaso y depurarla de muchos asuntos que no me gustan. Así que en eso consiste mi tarea matinal en este segundo día de estancia en Roma. Hay ciudades que has visitado tantas veces o en las que has vivido tales aventuras que casi forman parte de tu escenario cotidiano. La primera vez que visité esta ciudad fue en septiembre del sesenta y nueve. He contado esta historia en otro lugar, pero no importa, la repito. Habíamos hecho un largo viaje por Europa en una Vespa de 125 cc, habíamos llegado a Estambul, regresado por Grecia, y en Roma, acorde con nuestro bajísimo presupuesto, Emiliano y yo nos habíamos ido a dormir a la céntrica plaza de Cinquecento. Estábamos rotos después de una larguísima jornada turística, así que pusimos el aislante en el primer hueco que encontramos, nos desnudamos, metimos todo en los macutos y en pantalón corto nos colamos en los sacos y nos dispusimos a dormir después de haber introducido las correas del macuto bajo el aislante para que nos alertara en caso de que alguien quisiera arramplar con nuestras cosas. Caímos en un sueño de plomo. Una hora más tarde algo nos despertó, no supimos el qué. Nuestros macutos habían volado. Dimos un salto de puro susto pero la plaza estaba desierta y silenciosa. A partir de ese momento fuimos dos extraños personajes vagando por la noche en pantalón corto con el saco de dormir colgado sobre el hombre a modo de talego de mendigo. Anduvimos más de una hora hasta que encontramos una comisaría. El regreso a España fue una odisea, en el Consulado nos dieron mil cuatrocientas pesetas y con eso nos apañamos para la gasolina y para comprar pan. También tuvimos que robar en algún supermercado y asaltar alguna huerta para subsistir. De aquellos días la sensación más clara que tengo de la aventura romana fue de desolación, ese caminar en la semioscuridad de las calles, tan lejos de casa, tan desvalido, entonces apenas era un pipiolo de veinte años recién cumplidos, por el silencio de la madrugada como un proscrito tiene hoy en mí la resonancia que dejan los hechos significativos, esas punzadas breves pero intensas que valen por unos años de universidad de la vida.

Ayer, cuando el sol caía y empezaba a pintar de color caramelo las fachadas, salimos a dar un largo paseo hasta plaza España, el lugar ideal de los turistas para descansar en la alta escalinata y hacerse unos cuantos selfies. Roma continua siendo uno de los lugares centrales del mundo con París, una ciudad en donde uno se siente como si estuviera en los alrededores de la puerta del Sol.

"De acuerdo, decía el personaje Karl Oven, estaba viendo el bosque, me paseaba por él pensando en él. Pero todo el significado que yo sacaba de él procedía de mí mismo, yo lo cargaba con algo mío". Quizás suceda algo parecido con las ciudades que visitaste en tiempos lejanos. Cuando atravesé París por primera vez, apenas tuve tiempo de dormir junto al Sena y recorrer su ribera al día siguiente, me dirigía entonces apresuradamente en auto-stop a un pueblecito de la Lombardía en donde habría de vivir hasta la siguiente primavera; entonces, lo que cargaba de mí era la Corte de los Milagros y la mítica historia de Quasimodo trepando por la fachada de Notre Dame de París. La fantástica novela de Victor Hugo, Nuestra Señora de París, que había leído recientemente, tuvo la facultad de llenar mis expectativas de esta ciudad con toda la tramoya medieval que describía aquel libro, especialmente la de aquel personaje deforme que huía de sus coetáneos para encerrarse en la soledad cíclopea de los sillares de la catedral. Las vistas posteriores a París no estuvieron en ningún momento exentas de este tipo de representaciones. O era Hemingway, o los pintores impresionistas, o los personajes de Los Miserables, o las secuencias de Jean Renoir o René Clair, esos días en que París era el centro del Mundo.

Y siguiendo esta línea qué no decir de Roma, aparte de su significación como centro del Imperio Romano. Visconti, Sofía Loren, Mastroianni, Rossellini, una buena parte de todo el neorrealismo italiano gira en torno a Roma... Y los papas y sus deseos de grandeza terrenal abanderados por Julio II. Las ciudades crecen y exportan su historia a través de la literatura, el cine, la música, siendo el arte lo que nos acerca a ellas y les da la vida que nosotros apreciamos en ellas. Pasear por sus calles nos trae siempre la resonancia de lectura y cine que hemos seguido durante décadas.

Hoy terminaríamos el día con arias de Rossini, Verdi,  Donizetti y Puccini en St. Paul's. "Si può morire d'amore". No es fácil, pero poder se puede, aunque lo diga Puccini