Palazzo Massimo


Roma, 19 de junio de 2015

¿Que se hacía en esas casas acomodadas del tiempo de los romanos con sus sirvientes y sus calvas llenas de pensamientos, aparte de beber cerveza y vino, comer pan y carne, mear o follar? Lo mismo sucede en los siglos subsiguientes, afirma Knausgar, la idea de lo que era el ser humano, las ideas sobre el mundo o la naturaleza cambiaban, se intentaban cosas útiles e inútiles, la ciencia penetraba cada vez más en los misterios del mundo, pero nadie soñaba con dejar atrás la cerveza o el vino. En el fondo así parece ocurrir con todo. Uno no piensa de manera muy diferente cuando pasea por las salas del Palazzo Massimo que contienen una abundante colección de esculturas, mosaicos y restos de lo que constituían el soporte del bienestar de la gente adinerada de aquella época.

No es fácil acertar a expresar ciertas intuiciones que corren por la cabeza desmitificando la idea esa de que "las ciencias avanzan que es una barbaridad", que cantaban en la Verbena de la Paloma. Aparentemente todo cambia pero como se anuncia en El Gatopardo, es necesario cambiar todo para que todo siga igual. ¿A qué si no todos esos fundamentos de la vida que siguen vigentes y a los que me refería más arriba, incluido el refrescante y espléndido sabor de la cerveza?

La actitud con la que uno pisa las salas de un museo es un hecho interesante a tener en cuenta, acaso más importante que lo que objetivamente ese museo alberga, porque va a ser esa actitud la que va a hacer que conectemos o no con la época y su gente. El tópico de que en dos mil años hemos cambiado una barbaridad se desvanece cuando se visitan esta clase de museos. Hombre, si se considera que un ipod o un teléfono de última generación es determinante para la vida de la gente,  pues sí hemos cambiado mucho (para algunos), pero si nos referimos a asuntos esenciales, la vida familiar, la política, nuestra casa, la relación con los otros, esa barbaridad de cambio queda en acaso poca cosa. Los frescos de la planta superior muestran jardines, pájaros, algo que cualquier hijo de vecino añoraría  en nuestros días como espacio para vivir; otros hacen referencia a banquetes, a actos sociales; el buen gusto y el aprecio por los objetos bellos, por los cuerpos de hombres y mujeres, las escenas de guerra, la apostura y donosura de los bustos esculpidos en mármol; una lejana réplica de los selfies accesibles hoy a todo el mundo sin necesidad de tener un gran patrimonio hablan de la necesidad de retener la fugacidad de nuestro presente en mármol o en bytes, hablan de un gusto refinado y del placer de disfrutar de las pequeñas cosas.

A mí los ojos me hacen chiribitas después de hora y media de ver estatuas, pero ahí queda esa sensación de que el mundo apenas cambia, el mundo familiar y social, la lucha por el poder: Rómulo matando a su hermano Remo; los delirios, Nerón incendiado Roma; la vida disolutala, Calígula y sus bacanales; la santidad del gurú metido a emperador, Marco Aurelio. Todos ejemplos que podemos rastrear hoy fácilmente en nuestra cultura.

Por la tarde tocó una larga caminata por el Coliseo, las orillas del Tíber y el dédalo de las callejas que rodean la Piazza Navona.