Viento



“Oh, alma mía, no aspires a la vida inmortal, pero agota el campo de lo posible.” (III Pitica, Pindaro)

Refugio Baldivinsskali, 15 de septiembre de 2018.


Me duermo acunado por el viento que azota los muros del refugio. Me despierto. No hago nada. Escucho el viento. Música para una tarde de silencio. El refugio está calmo. Davide y Micaela, mis compañeros de refugio,  duermen la siesta. Sensación de bienestar. La temperatura es suave. Un calefactor de gas atempera la estancia, una gran sala diáfana con las paredes y el piso cubiertos de láminas de madera machihembrada. Se trata de un momento muy especial, la placidez se extiende por mi cuerpo como esponja que fuera absorbiendo el líquido de su entorno. Hace un rato, antes de dormirme, había empezado a leer El mito de Sísifo, de Camus. Este texto de Píndaro lo encabezaba: “Oh, alma mía, no aspires a la vida inmortal, pero agota el campo de lo posible”. El viento huracanado emite pequeños gruñidos entre las rugosidades de la fachada. “Opino, escribe Camus, que el sentido de la vida es la pregunta más apremiante. Con respecto a todos los problemas esenciales, y considero como tales a los que ponen en peligro la vida o los que decuplican el ansia de vivir, no hay probablemente sino dos métodos de pensamiento: el de Pero Grullo y el de Don Quijote. El equilibrio de evidencia y lirismo es lo único que puede permitirnos llegar al mismo tiempo a la emoción y a la claridad”. Y curiosamente encuentro en mi reciente lectura de Kurtyka mucho de ese equilibrio en donde la emoción y la claridad se encuentran en una especie de abrazo amoroso que no se concreta en otra cosa que en sensación de plenitud. “Equilibrio de evidencia y lirismo”: ¡qué acierto de expresión! La perfecta conjunción de la prosa y la poesía que alumbrará en el hombre una suerte de bienestar al que le sobra por innecesario todo deseo de eternidad porque la vida es magnífica tensión entre realidades opuestas, entre la fofa comodidad y la búsqueda de un imperativo que nos trascienda y nos ponga en la tesitura de forzar nuestro yo y de encontrarnos a nosotros mismos en el laberinto de todos los actos posibles.


Recuerdo una gran película de la que casi he olvidado su contenido.  El viento, era su título, del director Sjostrom. Tengo que volver a verla para recuperar el ambiente de aquellas escenas que hoy, día de viento en un país que linda con la soledad y el silencio de los hielos del lejano norte, tiene la capacidad de evocar la desordenada y grave música que azota este refugio de altura.


Las paredes vibran a su impulso. No quiero ni pensar lo que hubiera sido dormir en la tienda esta noche. Viento desbocado barriendo inmisericorde los campos de lava. Todos los dioses vikingos, Thor, Odín, Ull -el dios del combate cuerpo a cuerpo-, Balder, Tyr, Loki, la desdicha de los hombres, todos confabulados con los elementos como concertistas en el gran auditorio de estas montañas.

Desmelenada belleza, titulaba yo un post hace tiempo, un día que junto al mar de Córcega, sobre una prominencia rocosa, el viento había esculpido en las ramas de un robusto pino la bella imagen de un torso de mujer cuyos cabellos sueltos al viento reproducían las ramas alargadas por el embate de años de temporales. El viento escultor que cincela las rocas y crea armoniosas y bellas formas en las arenas de los desiertos, dunas de líneas sinuosas como reptiles de oro trepando hacia el cielo, paisaje efímero que el viento recompone una y otra vez sobre el lienzo anónimo de las arenas.


Y a la noche, cuando la tertulia con Davide y Micaela se prolonga después de la cena, el viento sigue ahí, arrachado y vigoroso. Es grato sentir y oír el viento como notas que atravesando los tubos de un órgano gigantesco llegaran a nuestros oídos a modo de una tocata y fuga de Bach que a cambio de su inarmonía nos ofreciera el esplendor de su rudeza y salvajismo.

Se ha hecho tarde. Hoy no me pondré los tapones en los oídos como hicieran los compañeros de Odiseo frente a la isla de las sirenas. Escucharé sus ráfagas amarrado al duermevela como si éste fuera el palo de mesana desde donde dormido o despierto pueda escuchar esto que hoy se me antojan, desde el confort de mi saco de dormir, cantos de sirena. Que el imperturbable viento de estas tierras de Odín acoja mi sueño. Buenas noches.



* * *

Refugio Baldivinsskali, 16 de septiembre de 2018

Laugavegur trail, Islandia:  Refugio Baldivinsskali – Skogar


En alguna hora de la noche el viento cesó y en su lugar se instaló en el refugio un silencio que por contraste era casi más ostentoso que el mismo viento. De hecho aquel silencio era el propio de la mortaja que se estaba ciñendo alrededor del refugio. La nieve, silenciosa, blanda, caía fuera añadiendo a la sensación de soledad y aislamiento, la llegada definitiva de un invierno en ciernes. Cuando a la mañana nos asomamos a los ventanales del refugio el espectáculo era el de un día de Navidad con Papá Noel patinando en su trineo por la nieve virgen. La estampa de las colinas emergiendo de entre la niebla todas cubiertas de blanco, los campos solitarios, me traían a la memoria viejas travesías de mis primeros años de montaña por Guadarrama, esa novedad con la que se ve el paisaje y que con la reiteración de las visitas pierden su frescura, renacían esta mañana como si se tratara de un mundo a estrenar.


Davide y Micaela se habían quedado haciendo sus macuto y yo me adelanté como niño que ve por primera vez la nieve y quiere chapotear con sus botas en el blanco manto de la mañana. Más abajo comenzó a nevar y la sensación de bienestar aumentó todavía más. Las nubes se abrían por aquí y por allá, después se volvían a cerrar creando un círculo de intimidad a mi alrededor. Una hora, una hora y media acaso. Después volvió a surgir el negro de la lava salpicando los cerros hasta que la nieve terminó desapareciendo justo cuando el sendero se tropezaba con un ancho y fogoso río que enseguida me llenó de inquietud al pensar que tenía que vadearlo. Falsa alarma, a un centenar de metros a la derecha encontré enseguida un flamante puente que no había tenido tiempo de ver.


El verde que cubre estas tierras terminó apareciendo y con él el río se fue ahondando en la tierra y formando poco a poco una estrecha y profunda canal en donde el agua creció y creció hasta convertirse en un gran torrente que se precipitaría violentamente en sucesivas cascadas y en estrechos desfiladeros hasta terminar en la bella y espectacular cascada de Scógafoss, a unos centenares de metros de mi punto de destino.















Fotos de época. Ejemplos de cómo se vadeaban por aquí los ríos en otras épocas


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