Epílogo a una travesía a pie por tierras de Islandia





Reikiavik – Madrid, 18 de septiembre de 2018


“Es esencial para el hombre tener un lugar intacto en su tierra, así como es esencial para el hombre tener tal lugar en su alma. Y cuando digo intacto no estoy hablando de un lugar sagrado donde apenas puedes respirar, sino de un lugar donde la vida avanza en todo su esplendor. Cuando digo intacto me refiero a un lugar lleno de confusión y calma. El amor y la creatividad se originan en tal lugar en el alma. Es un lugar salvaje”. (Elisabet K. Jökulsdöttir. This is My Wilderness).

Encontré estas bellas palabras en una exposición de pintura de Reikiavik presentada bajo el título de Donde la belleza reina sola. Sucede con frecuencia que las bellas palabras, aprovechando de su capacidad de atracción, tienten a nuestro espíritu a aceptar sin más las verdades que ellas pueden encerrar o, en atracción, que las tomemos incluso como un pensamiento nuestro que alguien que nos es ajeno logró poner en palabras.  Tener ese lugar en la tierra que a su vez está en tu alma, permite a la vida hacerse permeable a los encantos y al espíritu de esa tierra, montañas, riberas de los ríos, playas, mares, donde en definitiva el amor y la creatividad se originan. Un lugar salvaje en donde vernos crecer y esperar la muerte con la conciencia de una vida aceptablemente plena.


Y acto seguido ahí están los cuadros para hablar por sí mismos precedidos por el rotulo No man’s land. En este caso la desolación azul del glaciar Vatnajokull con el lago Storisjor, un paisaje adusto que con el único recurso de una gama oscura de ocres y el azul ocupando la mitad superior del lienzo reproduce de modo impecable esa soledad y silencio que días atrás sentía yo correr por mis venas cuando rodeado por los altiplanos, las montañas y los glaciares Eyjafjallajokull y Mildalsjokull caminaba en solitario sobre la lava cubierta por la nieve reciente en un paisaje envuelto en nubes que evocaba el tiempo de los principios del Génesis cuando el mundo estaba a medio hacer. Tonalidades que desde su frialdad acrecientan esa sensación de aislamiento remoto.

Por la tarde, mientras caminaba hacia el camping, después de haber decidido volver a casa al día siguiente, me preguntaba por las razones reales que me habían inclinado a precipitar mi vuelta. Me decía, acaso la razón fuera este tiempo borrascoso que apenas da tregua y que deja el paisaje con un aspecto macilento y gris, o pudiera ser el vértigo que producen los precios de este país, o… no sé, recordando ahora los cuadros de la exposición, creo que existe en nuestro organismo una alternancia entre el deseo satisfecho y el propio deseo que a veces exige una pausa entre los mismos y que hace que tras finalizar una actividad que te ha llenado por completo, las ganas de volver al tajo, a un nuevo proyecto, sean menores. Esos lugares “donde la vida avanza en todo su esplendor” no suelen ser lugares digamos cómodos desde donde uno pueda contemplar repantingado sobre una poltrona la vida, más bien se trata de lugares de tránsito sembrados de dificultades y esfuerzos, a veces de dolorosa belleza o de una soledad hiriente como la que se muestra en el lienzo de arriba, que siendo deseable necesita de la relajación y la vuelta a la civilización porque acaso estamos hechos para ciclos de tensión y distensión que son, como el silencio en la música, un factor imprescindible en cualquier partitura.


Es extraordinario cómo algunos cuadros pueden profundizar y reinventar las sensaciones que el contacto con la naturaleza suscita. El siguiente lienzo, que representa los montes Tindaljoll, es la lejanía desde la cómoda visión de la ventana de un albergue. La turbidez del tiempo, las lejanas montañas nevadas, son aquí un motivo estético que no implica al espectador al contrario de lo que sucede en el cuadro anterior.


Tindafjallajokull Glacier, de Jon Stefansson, como el de más arriba, además de ser un hervidero de calor sobre el que descansa el frío amable de la distancia y los glaciares, aquí la vida puede llegar a ser fácil, la armonía de los contrastes entre la gama cálida y la fría de los azules del fondo da al conjunto un respiro y promete junto a la adustez de los azules el descanso y el calor de unas tierras tras las cuales la vida puede ser más fácil.


Silencio, se titula este cuadro de Þórbjorj Hoskuldsdottir. Los hombres a veces irrumpimos en el silencio de la naturaleza y este silencio nos sobrecoge hasta empujar a nuestros pensamientos a sumirnos en una honda meditación en donde, como recogidos en la semipenumbra de un templo, nos ahondamos en nosotros mismos al punto de convertirnos en uno con la naturaleza y sus manifestaciones. Ser uno con las montañas y el frío, con las dunas del desierto o con la exuberante selva que pueda crecer a nuestro alrededor tiene mucho de ese ejercicio con que los ermitaños de todas las religiones trataban de encontrar la Verdad o el alma de sus dioses.



Y por último esta inmensa soledad, simple, hecha de una línea horizontal, que puede ser un sendero o una carretera cruzando el páramo solitario, una línea ondulada que apunta hacia unas lejanas lomas, el negro intenso de un campo de lava ilimitado, y al final, sobre las colinas, la liviana luz de un amanecer en el frío del norte. Todo reducido a la mínima expresión y por ello tan evocador.

En mi último post citaba a Píndaro, instando allá donde uno esté a explorar el campo ese de lo posible, que hoy son las palabras de una escritora islandesa y unos cuadros de Jon Stefansson y ayer, o tiempo atrás, fueron las vivencias entre los glaciares y montañas en algún lugar de Europa. Irse haciendo mayor en este clima de realidades se me aparece hoy como un regalo de la vida. Sí, ese tema tan recordado siempre que canta Joan Baez con la emoción vibrándole por dentro.