"Ni se les ocurra dejar de pedalear"

Krabi, Thailandia, 9 de mayo de 2016

Los motores vibran bajo nuestros pies produciendo un leve hormiguillo en todo el cuerpo, la estela del sol se arrastra a nuestro paso como un perro fiel que caminara indolente a nuestro lado, el mar es gris perla, el barco se mece suave en la cantinela de una mañana de apacible navegación. Nos dirigimos a la isla de Langkawi, a tiro de piedra de la costa tailandesa.

En la tele pasan una peli de ingredientes en exceso conocidos: amor y violencia, breakfast time. Es agradable cerrar los ojos y dedicarse a contemplar lo que como nubes de verano pasa en forma de pensamientos por la cabeza. Viajar. Niente da fare. Nada que hacer. Sensaciones. "Ni se les ocurra dejar de pedalear". Era el título de un artículo de periódico de ayer que no llegué a leer. Estando en las fechas que corren no era difícil averiguar de qué iba el asunto. Sin embargo era un buen título que tanto podía servir de bandera a las fuerzas de izquierdas que se preparan para unas nuevas elecciones como para cualquier aficionado a la bicicleta que pretenda mantenerse en pie; camarón que se duerme se le lleva la corriente. Una nube alargada cruza el horizonte.

En la segunda peli ha desaparecido el amor y todo ha quedado en pura violencia, y sin embargo el cielo siguen siendo gris perla y una sedosa paz se extiende a nuestro alrededor; afuera faena algún barco de pesca. Y sin embargo,  de continuo, toda esa impostación de la realidad que los consumidores de cine necesitan para despertar un poco de adrenalina sin moverse del sillón. Querer huir de la calma chicha entre charcos de sangre y cuerpos destrozados. Bonito remedio para matar el tiempo. Admirable afición la de algunos, la de los contempladores de esta clase de cine. Más allá de explorar la sensibilidad y de moverse en el genuino placer de la contemplación de lo bello, de los mecanismos de las pasiones, de los retos, de las historias que nos hacen reír, llorar, está ese desenfrenado y ávido consumo de sangre; cine fabricado para la sed de los vampiros que pueblan el mundo, aunque sea sangre en diferido. Me horroriza pensar que mucho de lo que se fabrica en el cine obedece a una gran demanda. Demanda de sangre, de violencia, de chulería, de tipos omnipotentes y autosuficientes que de una hostia pueden cercenar la cabeza de media humanidad, héroes memos que parecen responder, digo yo, no a las razones de un argumentario sino a algo que se cuece en los espectadores que acaso tenga algo de innombrable. Cine basura de respetable, por lo numerosa, audiencia.  

Y a pesar de mis pensamientos, leves arremetidas de brisa, estos flashes que veo en un monitor por el rabillo del ojo, que me distraen de mi mirar al mar, me ponen nervioso. Sí, aunque a mi derecha estén el apacible mar y las intemporales olas de siempre. Huyo de esa televisión que tengo enfrente de mí, el tiempo vuelve a ovillarse a mi alrededor. Nothing to do. Mirar. Quizás llueva. El sol ha desaparecido entre gruesas nubes.

Y no sé cómo en medio del mar, un golpe de viento acaso, la campanilla del whatshap repica por un momento. Mi hija nos da los buenos días, nos pregunta por cuales son nuestros proyectos próximos en Thailandia. Y yo bromeo con ella y le respondo que lo primero de todo ligarme una tai y que después que ya veremos. No, a ella no le gustan esas bromas. Y me digo para mis adentros: pero es que son tan bonitas; y entonces, aunque estoy en una situación imposible rodeado de pasajeros, trato de imaginarme alguno de esos cuerpos bonitos, algunas de esas gatitas de cuyo cuerpo nadie con dos dedos de frente dejaría de estar enamorado. Sin embargo, jodido tema para el que esté adivinando tus pensamientos, porque si además estás en Thailandia... porque algunos, como siempre, confundiendo el culo con las témporas, enseguida largarán el tópico discurso de la prostitución; jodido porque hay realidades tan crudas en que, sobre todo, la mujer juega un papel tan penoso e injusto, que cualquier cosa o pensamiento que ronde los alrededores de lo femenino en países como éste, tu interlocutor, con los órganos abotargados por los males de cierta prostitución, lo va a demonizar en bloque sin parar mientes en considerar que la prostituición y el consabido amor a las mujeres son asunto que en absoluto tienen que ver entre sí.

Cualquiera que quiera imaginarse un prostíbulo de mala muerte o mejor todo ese horrendo comercio montado por las mafias, comprenderá que entre ellos y la posibilidad de que las relaciones sexuales que puedan surgir del deseo de encontrarse unos con otros, y de la posibilidad de que pueda facilitarse éste entre esos unos y otros aunque medie una compensación económica, hay notables diferencias; de la misma manera hay notables diferencias entre la esclavitud sexual y la actividad de quien decide ganarse la vida con su propio cuerpo. Por cierto, ¿indigno?, ¿por qué?, ¿porque las cucarachas de sotana y los quemadores de brujas lo decidieron así?

Que las bondades del oficio no han sido ponderadas todavía suficientemente es una verdad de perogrullo. La voz popular recurre injustamente al “hijo de puta” para nombrar a alguien miserable. No es más que una consecuencia de una hipocresía moral generalizada. Si una de las funciones de la vida más indiscutibles es ser felices y tener una vida placentera, a qué tanta coña con esas personas cuyo oficio consiste precisamente en proporcionar placer a los otros. Pagamos a quien nos sirve la comida, nos corta el pelo o nos arregla las uñas, y cuando llegamos a aquellos/as cuyo trabajo -trabajo, porque todos tenemos que comer- es proporcionar placer,nos echamos las manos a la cabeza y nos rasgamos las vestiduras. A mí no me parece indigno ese oficio, todo lo contrario, para digno uno de los más. El problema es muy otro, el problema es la basura que genera el sistema con su papanatismo, su hipocresía y su moral de chichinabo.

De hombres y mujeres libres va la cosa, de hombres y mujeres libres responsables y sabedores de que explorar cualquier parcela de placer que pueda ofrecernos la vida es uno de sus objetivos esenciales. Un segundo barco nos dejó en la costa tailandesa, un espabilado nos tomó bajo su protección nada más llegar, nos proporcionó una nueva sim, un vehículo y más tarde un autobús. Lo que nos habría llevado horas combinar nos lo solucionó en cinco minutos por un muy módico precio. Total, al atardecer estábamos en Krabi subidos en dos motos camino de nuestro hotel. Chispeaba, pero era agradable recibir la lluvia en los ojos. Delante de mí veía a Victoria con su macuto en la espalda y al conductor de su moto zigzagueando entre un fluido tráfico conduciendo por una lámina de agua en donde se reflejaban los habituales farolillos chinos.

Ah, se verá que me despisto con frecuencia; el título que coloqué arriba se quedó sin contenido sustituido por algún ramalazo de viento; también había anotado el nombre de Agustín García Calvo a raíz de nosequé y un par de cosas más. Quizás durante el día recuerde y pueda continuarlo por la tarde. Estábamos cansados y nos despertamos tarde. Es más del mediodía y es agradable escribir y mirar por el ventanal de nuestra habitación desde un último piso del centro de Krabi.