Parque Nacional de Bako, Borneo, Malasia, 16 de abril de 2016
Último capítulo de "El invierno de mi desazón" , hora de la siesta, el chorro de aire del ventilador acariciando mi cuerpo: la entera sensación de estar caminando desde hace diez minutos por el filo de un desagradable abismo sin poder alejarme un centímetro de él. Necesito escribirlo antes de que pase la emoción. Vuelvo a la lectura, es de noche, llueve, X se adentra en el mar, la gabardina le pesa, su ropa se ciñe a su cuerpo, su cuerpo lo empuja la marea, las olas lo levantan y pierde pie, su mano alcanza el paquete de cuchillas de afeitar, su luz se ha apagado y ahora trata de alcanzarla de nuevo. Una dolorosa soledad que trata de echar mano a un imposible. El laberinto de la vida se convierte en un remolino en cuya negrura el alma de un hombre gira en la incertidumbre de un inesperado final. Sigue la palabra "fin"; la novela ha terminado.
Y entonces vuelvo a respirar, no sé si en los minutos previos dejé de hacerlo, creo que sí. No sé, acaso una novela sea una obra de arte, poca cosa en cualquier modo si esa ha de ser la medida de la excelencia. Es sólo una novela, me digo, todavía absorto en los últimos párrafos, y sin embargo a mí no me lo parece, mi excitación es pareja a la de alguien que hubiera estado viviendo una confusa amalgama de fortísimas y encontradas vivencias que le hubieran dejado los nervios alterados y los huesos descabalados y con una flojera que hiciera difícil sostenerse en pie.
Y a continuación, cuando vuelvo en mí y trato de mirar objetivamente lo que acabo de leer haciendo acopio de objetividad y acaso intentando poner de manifiesto las técnicas narrativas a las que ha recurrido el autor para llevar a sus posibles lectores al filo del abismo, me es difícil aceptar que todo sea debido a la habilidad en el manejo de las técnicas narrativas. Y comprendo que hay tal, claro, pero que de hecho lo que hizo el autor fue reunir un complejo manojo de realidades y con ellas en la mano ha tratado, escogiendo cuidadosamente un escenario y unos hechos determinantes, mediante el uso de todos los instrumentos de la orquesta, la hondura de los fagots, el delicado nacimiento de las notas de una flauta, la perversa y frenética acometida de las olas y las medusas representadas por los violines y las violas mientras la percusión se encargaba de la ola de calor como pretendiendo ahogar en el recinto de una embriaguez toda esperanza de vida que pudiera todavía flotar entre la negrura de las olas; lo que ha hecho ha sido organizar una fenomenal fanfarria en torno a las preciosas complejidades de la existencia, un ejercicio admirable que nos salva/me salva, a él y a mí de la sebosa y jodida sensación de ser pasto de una estupidez humana sobre la que había estado escribiendo esta mañana en otro post a propósito de algunos asuntos relacionados con la política y la educación. Lo uno no quita lo otro, pero volver a sentir la complejidad del todo como un río salvaje que agita nuestras vidas y les da sentido al margen del hecho político y social, alivia del dolor del complejo de hormiga que sentía esta mañana.
Se acerca la hora del crepúsculo, es hora de ir junto al mar a contemplar el espectáculo del final del día.