Kuala Lumpur, Malasia, 12 de abril de 2016
La salmodia del canto del muecín se cuela por las rendijas de mis auriculares atravesando el rumor del tráfico y creando en mis oídos una curiosa mezcla con la voz de la lectora que me lee esta mañana con su inconfundible voz al mejor Steinbeck que conozco. Se me ocurre que Steinbeck debió de ser sin lugar a dudas un buen hombre, un indignado lúcido. Son cosas que no son difíciles de adivinar en un escritor; por mucho que la habilidad de éste pretenda situarse en papeles ajenos y en caracteres dispares para crear la trama que dará vida a su novela, es obvio que a lo largo de un relato prolongado el autor termina por inyectar una parte de su personalidad en lo que escribe. Esta mañana me conmueve la versatilidad y la frescura de su prosa que fluye página tras página como un tranquilo riachuelo que fuera recogiendo en sus meandros y en sus improvisados cambios de velocidad y humor, punto por punto con una suave y agradecida ironía la complejidad de la conducta humana. El desenfado, la imperativa certeza de una moral a prueba de bombas, la ternura, todo ello enfrentado a un mundo hostil empeñado en hacer y hacer dinero por encima de cualquier otra consideración, crean un clima que mucho tiene que ver con ese “sí se puede” tan familiar a nuestros oídos desde hace años. La novela está ambientada a mitad del pasado siglo en algún lugar de Estados Unidos, un tiempo en que los emprendedores estadounidenses ya habían descubierto que hacer dinero era el cometido esencial de la vida. La conciencia de que hay fuerzas que deseen y quieran oponerse a ese estado de cosas, probablemente una de las constantes en las novelas de Steinbeck, es un tonificante para ese pesimismo que recorre el mundo cuando día a día nos asomamos a las páginas de los periódicos. Las fuerzas del Mal que describiera Ernesto Sábato con el alma encogida, en alguno de sus relatos, actuando de la mano de los siempre acumuladores de dinero y obsesos por el poder, tienen tantos y tantos medios a su disposición, la prensa, todos los medios de comunicación y disuasión, que ver asomar la cabeza a pequeños grupos discrepantes por las hendiduras del sistema para decir su palabra, para expresar que ese es the wrong way, es un alivio en medio de tanta insensatez.
Recuerdo que hace tiempo tuve un libro de Mario Conde en las manos en el que narraba la experiencia de sus catorce años de cárcel. Lo hojeé, recuerdo que sentí una cierta admiración por las reflexiones que allí leí, por la manera en cómo entreveía que este hombre había encontrado en la cárcel su camino, una verdad que la obsesión por los beneficios y el dinero le habían vedado ver hasta el momento en que fue necesario que una larga privación de libertad le hubiera abierto los ojos. Eso fue hace años.
Ayer, lo primero que vi nada más abrir el periódico, fue su retrato, ahora sin el engominado que usaba en sus años de banquero, con la noticia de que sus huesos habían ido a parar de nuevo a la cárcel por motivos no lejanos por los que ingresara la primera vez en ella. Buen chasco. Sábato pensaba en las atrocidades de Pinochet, de Argentina, en la larga persecución en Bolivia del Che, un mundo que no necesitó vestirse de las apariencias con que se viste el neoliberalismo en nuestros días, pero el asunto es el mismo. Todo conduce a la perversión de la moral y a hacer de la vida un absurdo calvario para la mayoría social con tal de que los dividendos sigan en aumento, con tal de que el poder no se escape de la mano. Ahí tenemos en nuestro caso a ese memo de sonrisa lela, el tal Rajoy como fenomenal ejemplo de incompetencia y de lo que puede llegar a hacer un hombre para conservar el poder a toda costa. Su ejemplo se repite a lo largo de toda la historia.
La novela de Steinbeck, El invierno de mi desazón, es un recorrido a ras de la vida cotidiana de los mecanismos que llevan a que contribuyamos a crear una sociedad que supura por todos los costados insolidaridad e injusticia (Europa ya gasea con gases lacrimógenos a los refugiados sirios), y que confraterniza con los valores más soeces del neoliberalismo imponiendo la ley del más fuerte a la mayoría de su población.
El recorrido de cómo la perversión de la moral actúa en el ambito de las relaciones entre la gente de a pie, pone un interrogante sobre las posibilidades que tiene la sociedad en su conjunto de mejorar. Estamos acostumbrados a pensar, como si la cosa no fuera con nosotros, que la corrupción es algo propio de determinados estratos económicos y políticos, cuando acaso si aplicáramos un poco de rigor a nuestro análisis descubramos que existen en nuestro comportamiento personal y social detalles y actos que no son otra cosa que la semilla de una futura corrupción a unos niveles mucho mayores, una semilla que como una tania en potencia crecerá y crecerá hasta contaminar las instituciones y arruinar la vida política y social.
Tantas veces que decimos que todo es un asunto de educación; aquí también podríamos aplicar esa conclusión. Cuando algo se hace mal y la justificación que se da es que todo el mundo lo hace y no pasa nada, estamos engendrando ya una ambigüedad moral que poco a poco en otras esferas se convertirá en una autovía por donde todos los sinvergüenzas de abolengo circularán sin demasiados cargos de conciencia por las instituciones porque la almohada adormecedora sobre la que descansa su conciencia ha llegado a introyectar el hecho de que el que “todo el mundo lo hace” es razón que justifica un acto de dudosa moralidad.
El libro de Steinbeck es un delicioso muestrario de buena literatura y a la vez un buen antídoto contra adormecimiento moral del que nadie está exento. Que el arte, un buen libro, sea capaz de poner el foco sobre la pequeñas esencias de lo cotidiano en un intento de despertarnos, a la vez que sirve a nuestro deleite, es un valor añadido que hay que agradecer.