Tararí que te vi

Lago Okareka, Nueva Zelanda, 28 de febrero de 2016

Dormía la siesta bajo la frondosa sombra de un arce cuyas ramas bajas había tomado como refugio tras la comida, cuando una voz masculina me despertó. No abrí los ojos esperando que se las entendiera con Victoria, así de mal entiendo yo el inglés de este país, pero lo que siguió lo cacé tan nítidamente que mi curiosidad me hizo salir de la siesta de inmediato. Alguien nos invitaba a cerveza fresca y daba cuenta del menú de la cena a la que estábamos invitados para esta noche. Abrí los ojos después de que se alejara la voz perseguida por el thank you very much de la hortelana que, sin entender bien lo que la estaban diciendo, ya se había apuntado sin más al banquete en ciernes. Hacer honor a la cerveza lejos como estábamos de cualquier lugar habitado fue obligado de inmediato, ya lo dijo Mahoma, si alguien te ofreciere el rubio licor agradécelo y bebe: grande es Alá.

El motivo de nuestra conversación tras la comida rondaba sobre la posibilidad o no de visitar próximamente las Islas Salomón y Papúa. Después de nuestra caminata matinal alrededor del lago Rarewhakaaitu, había estado deshojando la margarita porque no terminaba de convencerme la idea de quedar a merced de una agencia de viajes para visitar un país donde parece que hay que moverse en manos del turismo organizado a falta de servicios públicos. Asentados como están nuestros hábitos viajeros cuadramos mal con cualquier tipo de troupe; las selvas o los mares se hacen excesivamente ruidosos a su paso, amén de que no hay cosa que nos guste menos que nos paseen de la mano de aquí para allá de un país; no, no va con nosotros que nos lleven de la mano de un lado para otro. Una vez vale, pero ni mucho menos como sistema. Las Islas Salomón es una país de medio millón de habitantes que está empezando a desaparecer de nuestros proyectos. Y el desorden de Puerto Moresby, Papúa Nueva Guinea, los mosquitos y las posibilidades de malaria en la zona nos inclinan también a dejar a un lado Papúa. Nos queda por medio Australia y el norte de Nueva Zelanda. Así andábamos hoy desacostumbradamente adelantando acontecimientos. Quizás saboreábamos especialmente esta vida de vagar por las montañas y tierras de Nueva Zelanda durmiendo allá donde nos pilla la noche o donde descubres un bonito lugar para quedarte, algo que es impensable en otros países de Oriente o del Pacífico. Días llegarán en que sustituiremos el coche y la tienda de campaña por los hoteles y los transportes públicos, pero de momento saboreamos la libertad que nos da disponer de un vehículo. Esperemos que en Australia podamos continuar con este tipo de vida.

No sólo nos habían invitado a cerveza nuestros vecinos, después me enteraría de que también nos habían invitado a cenar en serio. El, Robert, un ingeniero que había rodado por el mundo durante veinte años a bordo de un barco de un cuarto de kilómetro de eslora, hombre campechano y con ganas de conversación, y Heidi, una mujer en sus cincuenta, de ascendencia maorí dispuesta a hacer de buena anfitriona en las horas que quedaban para finalizar el día. No sé qué milagro sobrevoló la velada pero el idioma dejo de ser un problema para convertirse en un aliado más en el batiburrillo de los temas que de continuo aparecían y desaparecían al mismo ritmo que las chuletas de cordero, la ensalada, los postres o las tres o cuatro botellas de vino que se sumían copa a copa en nuestros estómagos al calor de la conversación. Mientras tanto, fuera llovía. La enorme tienda de nuestros nuevos amigos tenía, como decía hilarante Victoria haciendo el cumplido correspondiente a nuestros anfitriones, el aspecto de un Buckingham Palace adaptado a las exigencias de los habitantes de este país, tan aficionados ellos a hacer un camping con buenas dosis de comodidad.

Está claro que con un buen vino por medio no hay idioma que se resista a nadie. Fue el caso. De ahí los abrazos y los besos de buenas noches cuando tocó la hora de despedirse. Al decir de Robert era obvio que los cuatro pertenecíamos a la misma especie humanoide, a todos nos gustaba el vino y conversar por los codos. Como llovía nos ofrecieron su palacio de Buckingham para pasar la noche, pero declinamos amablemente la oferta. Con las botellas de vino que nos habíamos metido entre pecho y espalda podía llegar a ser peligroso encontrarse en mitad de la noche con los deseos revolucionados. Cosas más chereberes suceden en medio de la euforia báquica que proporciona una buena cena, un buen vino y una conversación desbordada por la sensación de felicidad. En esto también parece que nos hacemos mayores, por más que uno no quiera terminamos por hacernos en exceso discretos, y así, de tan discretos que nos vamos haciendo y de tan educados y considerados y de tan tan tan, pues eso, tararí que te vi. Uno empieza perdiendo un tren y cuando se da cuenta y quiere subirse al siguiente resulta que hasta la estación ha desaparecido.

Las estrellas se mecían esa noche blandamente sobre el manto negro del agua del lago. La Vía Láctea cruzaba el cielo como si abriera en canal la oscuridad sólida del firmamento. En ningún país hemos visto cielos tan estrellados como éste. La población dispersa y las pequeñas ciudades que pueblan las islas no alcanzan a manchar el cielo con el artificio de su iluminación. Todos los días el paisaje de la noche sobre nosotros se repite de manera parecida, siempre Sirio en el zenit acompañado por la luminosa presencia de Orión a la hora de acostarnos.

Y ahora de nuevo una noche más a la orilla de otro lago donde las estrellas se mecen, donde escribo y la Vía Láctea cruza el cielo y todo se repite de parecida manera. Llevamos casi un mes en Nueva Zelanda y hoy empiezo a descubrir el especial encanto de los lagos. Despertar en medio del bosque, salir de la tienda y zambullirse en las quietas aguas de un lago es un motivo más para comenzar el día con la satisfacción del cuerpo templado y los ojos bañados por la densidad de los verdes que más allá se funden con el azul del cielo y las bandadas de nubes triponas que parecen descender sobre las colinas a rascarse el abdomen mientras se desplazan sobre el horizonte. El final de un día en que no faltó nuestra acostumbrada caminata, esta vez alrededor del lago Tikitapo. En esta parte del país casi se puede caminar por cualquier senda con la que tropieces porque igualmente vas a ir a dar a un hermoso y abigarrado paisaje de selva.