La dulzura del pecado

Lago Okareka, Nueva Zelanda, 29 de febrero de 2016

Llueve, llovió toda la noche, la gandulería matinal induce al pecado. Oh, los dulces pecados que nos meterán de patitas en el infierno.

Había soñado que sí, que definitivamente la noche anterior dormíamos en el Buckingham Palace de al lado y que inesperados rumores de pisadas y de puertas que se abrían con el sigilo con que la brisa mueve las hojas de los álamos frente a mi cabaña, merodeaban en torno a mi sueño. Fantasmas no podían ser que ya la higiene de la reina de Inglaterra y sus ascendientes habrían desterrado del palacio todo tipo de ululantes especímenes  así que no podía ser otra cosa, a juzgar por su leve suavidad de su rumor, que el leve frufru de alguna indumentaria femenina, miriñaque, enaguas, las plumas del ala de una paloma. En las condiciones en las que el sujeto soñante empezó a estar, hasta las orugas de un tanque podían parecerle dulce céfiro de dama.

El dulce pecado, leve como una pluma, volaba hacia mí con los brazos abiertos empujado por los efluvios cálidos que sobrevolaran las adustas salas del Palacio, silenciosas a esas horas como cementerio de altos y petrificados cipreses. ¿Qué puede haber de más poderoso afrodisíaco que la imaginación ayuna de un amante de las mujeres en la soledad de una selva neozelandesa donde una tienda de campaña se ha convertido inesperadamente en oscuros corredores donde el perfume cierto o soñado del paso de una dama ha hecho acto de presencia? Y como ya se sabe que la imaginación y el soñar son las herramientas eróticas por excelencia cuando la predisposición se encuentra en estado de alerta, ah, ya sólo fue ir tirando de ella convirtiendo los rumores, el viento y el alterar de las hojas de los árboles en el paso medroso pero a la vez decidido de nuestra anfitriona de la noche anterior que se acercaba entre los vapores etílicos desde sus aposentos hacia la estancia palaciega en donde un servidor, con el olfato propio de un perro de caza, vivía exaltados momentos de expectativa que de demorarse mucho tiempo harían saltar las paredes de la contención con un doloroso y fulgurante espasmo de todo su cuerpo. Pero alto, no perdamos los papeles, tengamos las riendas con mano firme, demoremos el instante, la espera.

Y entonces se produce un revuelo de alas, cornejas, murciélagos, vampiros, quién sabe, y al que sigue un gran silencio. Y un servidor no se mueve, quieto como un cadáver esperando que tras la espantada se reanudaran los pasos en el corredor vecino donde la dama, cuyos brazos habían rodeado afectuosamente su cuello horas antes bajo el efecto del rosado vino de esta tierra, depositando un par de besos en sus sorprendidas mejillas terminara por acercarse; y de nuevo, sí, el sigilo inconfundible, la erección consiguiente, el fervor de imaginarse ya mismo desvintiendo a su dama, una vez más el cuerpo nuevo de un sueño.

Bueno, y la mañana sigue adelante y llueve y llueve, y no hay nada más que hacer que escribir, soñar y mirar de reojo la última batería casi exhausta que alimenta mi teléfono.

Es inútil decir cómo termina esta historia. Aprender a soñar e imaginar es una de mis prioridades en estos tiempos que corren. He llegado a conocer que hay cosas que necesitan medio siglo de aprendizaje, así de torpe es uno, pero, amigo, qué gran satisfacción en el acto de aprender, qué gran satisfacción comprobar cómo tus conocimientos etc., etc. Mi memoria languidece y soy incapaz de recordar el nombre del lago junto a cuya orilla he dormido la noche anterior, sin embargo no todo es oscuridad y pérdida de memoria.

Ahora, ya lejos de mi sueño, se me ocurre que la ignorancia de la Santa Madre Iglesia en lo que se refiere a paraísos y sus aledaños es proverbial; no se puede ser más ignorante de cómo funciona el cerebro y cómo éste se siente feliz. Basta recordar el tipo de paraíso que ella nos propone para después de la muerte. Nos quiere hacer creer que la beatífica presencia de su dios junto a sus insípidos angelitos van a ser capaces de mantenernos toda la eternidad en ascuas, gozosos, felices, en continuo goce celestial. Los que inventaron el cielo como espacio para pasar la eternidad eran unos solemnes memos. Sin embargo a esta religión del sufrimiento y del mea culpa que pretendió incinerar cualquier atisbo de placer en el género humano, le salieron tantos adeptos a lo largo de la historia que a uno le pasa por la cabeza la idea de que algún maléfico virus debió de anegar el interior de los cráneos de aquellos primeros Padres y de toda la subsiguiente feligresía.

Es mediodía, la lluvia persiste monótona sobre la tela de nuestra tienda y la mística del pecado me sugiere nuevas reflexiones. Una cosa es que uno quiera ser bueno, un adjetivo que parece propio del lenguaje de los niños y que encierra acaso el quid de toda la historia de la Humanidad, y quiera oponerse al empuje de las fuerzas del mal, es decir, oponerse al pecado, y ponga en juego todas sus energías  para serlo y otra muy diferente es caer en la trampa de creer que a instituciones venales e hipócritas como la Iglesia Católica le corresponda el derecho de determinar la bondad o la perfidia de tus acciones. La Iglesia Católica, con su santa estupidez milenaria, ha fabricado una moral que hace del individuo un ser asustado por su propia naturaleza e inclinaciones hasta el punto de poder perturbar sus facultades mentales cuando trata de encerrarlo contra natura en la estrechez mental de sus popes. La Iglesia faraónica, la Iglesia asesina, la Iglesia insolidaria, la Iglesia que estuvo siempre del lado de los poderosos, se permite darnos lecciones de moral y qué podemos hacer o no con nosotros mismos o nuestro prójimo.

Si no fuera porque hemos vivido tantos años de nuestra vida bajo la influencia de esta institución y hemos cargado en consecuencia durante décadas con su decisiva y frustrante influencia hablar de la Iglesia Católica sería una anécdota más de esas que dedicamos a los desafueros históricos. Y sin embargo, ahí está todavía con sus inquisitoriales maneras tratando de amedrentar al personal con su chistosa manera de vivir intentando predicar la buena nueva desde la fastuosidad, desde sus bancos, desde sus inmensas propiedades, desde una inmoralidad presente e histórica que clama por ser sometida al severo juicio de los hombres.

La bondad de "nuestros pecados", incluso su exaltación,  merecen de tanto en tanto hablar de esta crápula eclesial que con tanto ahínco se ha dedicado a castigar nuestro placer y nuestro gozo.