Yogyakarta, 9 de enero de 2016
En este país los viajeros somos algo más que turistas, no sólo en Indonesia, somos un género de gilipollas que venimos volando desde los cielos a engrosar las arcas de unos estados convertidos en sacacuartos sin ningún tipo de miramientos. Ya hablé de esto a nuestro paso por China, cuando para pasear por unas dunas nos hicieron pagar una sustanciosa cantidad de dinero. Parques nacionales, monumentos, lugares de interés, donde las autoridades consideran que pueden expoliar al turista sin más. El otro día en Borobudur, por ejemplo, el costo de la entrada estaba en el mismo orden de precios de lo que puedes pagar por dos noches en hotel de rango medio o el equivalente a cuatro comidas en restaurante también medio; con lo que si aplicamos los precios a los estándares de nuestro país, vendríamos a pagar algo más de cien euros por un paseo de una hora. Una pasada. Y es que es casi todo así, precios de risa aplicados con exclusividad, naturalmente, a los turistas, extraterrestres a los que suponiendo sobrados de dinero no se cortan un pelo en extorsionar.
Tan pendiente está uno de vivir los propios asuntos, puesta tu atención en la recolección de setas que se esconden mimetizadas entre la hojarasca, eso que motiva que te halles donde estás a la búsqueda cada día de un posible tesoro, fotografías, textos, alguna puerta encantada entre las horas planas del día de este viaje, que la verdad es que hay cuestiones que casi se prestan a mejorar nuestro buen humor. No es que me haga mucha gracia que para visitar esta tarde los templos hindúes de Prambanan tengamos que pagar un millón de rupias indonesias, pero la verdad es que sí nos produce cierta gracia... tan descarada es esta gente a la hora de fijar precios. Fijan los precios de manera parecida a como hago yo con la carta del menú cuando éste no está en versión inglesa, cierro los ojos y paseo el dedo por la carta; cuando éste se ha detenido en algún sitio, abro los ojos y hago mi pedido mientras la camarera de turno inevitablemente se ríe. Estos igual, los funcionarios de turno: ¿qué precio ponemos a esta entrada, tú? O se lo juegan a los dados, es lo mismo. Quizás por eso me hacen gracia sus precios, por eso o por no llorar.
Pero ¡ah!, en Indonesia todo lo compensan las sonrisas y la amabilidad de esta gente. Si en vez de confeccionar indicadores a nivel mundial como el PIB y otros tantos de factura económica se llevara a cabo, para saber en qué países del mundo se sonríe con más facilidad, en cuáles son más hospitalarios y amables con los viajeros, Indonesia ocuparía sin lugar a duda uno de los primeros puestos en la ratio mundial. ¿Qué puede desear conocer con más interés cualquier viajero dispuesto a darse una vuelta por el mundo que saber en qué países se va a encontrar más a gusto porque la gente sonríe que es un primor y cualquier peatón que pares se va a encontrar dispuesto con la sonrisa en los labios a ayudarte o a acompañarte personalmente hasta la puerta misma del lugar por el que le has preguntado? Ya me imagino a los ciudadanos con la inquietud de andar de un lado a otro del planeta evitando sistemáticamente pasar por países de determinadas comunidades donde los aborígenes o sus respetables ciudadanos tienen no mucha afición a la sonrisa o a la simple cordialidad. Consideradas así las cosas no creo que París, Londres, Nueva York o Venecia, por poner algunos ejemplos, fueran destinos apreciables para nadie. La predisposición a la comunicación y a sonreír en los países occidentales es un bien escaso. Es decir, que si lo que te gusta es compartir tu viaje con la gente y que haya una comunicación fluida con los habitantes del país que visitas, estás listo si te metes en uno de los clásicos recorridos turísticos por Europa. En todos los lugares cuecen habas y naturalmente no existe regla sin excepción, pero teniendo en cuenta esta obviedad ¿a qué viajar a lugares donde la gente te pone cara de palo?
Los editores de la Lonely Planet podrían contar con toda seguridad con buen número de ventas si publicaran una guía de viajes que dedicara sus páginas a introducirnos en el mundo de los países en donde la sonrisa y la hospitalidad se acercan a la norma. A fin de cuentas cuando uno sale de casa esencialmente lo que desea es tener bonitos encuentros.
Es curioso que con lo fácil que es sonreír, a tanta gente le cueste tanto trabajo hacerlo. Si para sonreír utilizamos doce músculos, cuando nos enfadamos nuestro rostro sufre una revolución, cuarenta y tres músculos se ponen en movimiento. Cuánto dispendio de energía, ¿no?