Sengiggi, isla de Lombok, Indonesia, 21 de enero de 2016
Me había imaginado una interesante lectura, El sentido del asombro, de Rachel Carson, “una mujer que hizo historia en el mundo ambientalista con su libro La primavera silenciosa, en el que denunció el uso indiscriminado del DDT señalando sus dañinas consecuencias para la salud pública y la naturaleza”, pero resultó un fiasco, el libro se me acabó cuando apenas había empezado a leer; ha sido como una película en la cual tras los títulos de crédito del principio siguen los títulos de crédito de su final. Un libro así se merecía algo más largo y consistente, pero el caso es que la culpa no la tenía la autora, que se murió mientras lo escribía; hay que agradecer la publicación no obstante por esas pocas líneas que, aunque no son un libro esbozan un modo de entender la realidad que bien merece un aplauso en un mundo tan confuso como el nuestro donde las mentes claras y un sentido coherente de la vida son poco menos que difíciles de encontrar.
Cuando uno encuentra un título así lo primero que piensa es que va a pasar unas tardes de agradables descubrimientos en torno a ese bien escaso que es el asombro. El asombro y la curiosidad, dos conceptos entre cuyos brazos uno quisiera vivir una parte sustancial de la vida para no morir de aburrimiento, pero sobre todo para que ésta sea lo que debe ser, un continuo asombro, un continuo estímulo para hacer de los días un gustazo. El comienzo del librito no podía ser más estimulante, la autora se ha hecho cargo de un bebé y en la primera parte de este relato ambos pasan un tiempo en una cabaña junto al mar. Una noche de tormenta Carson, que es investigadora del medio ambiente, toma a Roger, que entonces tiene año y medio, lo envuelve en una manta y se lo lleva junto a las olas con la idea de suscitar en su ahijado esas sensaciones, ese asombro que será el leitmotiv del libro. Este hacer será el comienzo de la filosofía que expondrá a lo largo de sus pocas páginas. Carlen no le enseñará nombres de plantas ni animales a Roger, afirma, nada más atenderá a este tipo de cuestiones más adelante y siempre que él lo solicite. La esencia de su pedagogía pasa por colocar al individuo frente a la posibilidad del estupor y la fascinación de modo que éstos provoquen en él una especial sensibilidad por la observación y la especial vivencia de las cosas de la naturaleza. De este tipo de experiencias nace, según la autora, la certeza de que una vez despertado el asombro, éste se convierte en una necesidad para disfrutar la naturaleza y la propia vida. Carson expone qué es lo esencial: estar atentos, saber ver, dejarse asombrar, preguntarse.
Quizás otro día me deje escribir un post en donde cuente sucintamente la primera infancia de mis hijos rodando por los montes y las playas del mundo, una pedagogía y un modo de entender la vida y la naturaleza que practicamos con ellos hasta el tiempo en que dijeron que ya estaba bien de pasar los veranos con papi y mami y decidieron largarse y hacer parecida vida por sí mismos por Europa, la India o Nepal. Si mi hija no se opone, siempre anda así con estas cosas, seguro que lo cuento largo y tendido un día de estos.
Despertar lo que hay escondido en nosotros, porque acaso tuvimos experiencias tempranas que no reconocemos, porque acaso leímos libros que nos dejaron una profunda huella sin que hasta hoy nos hayamos enterado de ello, porque hasta hoy no hemos sido capaces de reconocer en nuestro pasado haber tenido una Carlen que nos llevó un día de tormenta junto a las olas, porque acaso... sí, ¿dónde se creó nuestro profundo amor a la naturaleza? ¿dónde se cultivó ese asombro que nos acompaña en vida, sin que tengamos idea de las personas o situaciones que sembraron la semilla de esta curiosidad, de este estupor que nos sobrecoge cuando en alta montaña bajo la endeble tela de nuestra tienda de campaña vivimos ese soberano espectáculo de las tormentas, cuando tendidos dentro de nuestro saco de dormir junto al estruendo de las olas sentimos sobrecogidos su salvaje música bajo un cielo estrellado?
Sin embargo hoy mi asombro no vino precisamente del libro de Carlen y del reconocimiento de lo agradecido que tengo que estar a la vida por haberme llevado desde temprana edad a vivir el constante alborozo por la naturaleza.
Habíamos compartido un minibús con otros viajeros hasta Padangbai donde cogimos un ferry que nos llevaría a la isla de Lombok, al este de Bali; ésta una isla enteramente hinduista mientras que aquella es de mayoría musulmana. Hacía un calor del carajo en el barco y para acompañarlo de golpe me entró una somnolencia de no tenerme sentado. Así que decidí hacerme una cama en un asiento de popa y dar rienda suelta a mi cuerpo. Pero antes, quizás para que mi entrada en el sueño fuera más dulce, y ya que estábamos en el mar de Java, se me ocurrió buscar en mi biblioteca algo liviano y entretenido que pudiera leerse en esas condiciones mientras nuestro barco se balanceaba en un sopor húmedo que preludiaba tormenta, pese al cielo despejado. Saqué el teléfono, le di a la lupita de buscar y probé suerte con la ocurrencia repentina que había tenido. ¿Estaría en mi biblioteca digital alguno de esos títulos que me tuvieron durante veranos completos con la nariz pegada a un libro; Salgari, por ejemplo? Y visto y no visto tecleé la palabra Salgari y de inmediato la pantalla del teléfono se llenó de títulos de este autor: ¡Eureka! Podía escoger entre una veintena de títulos. Elegí el Tigre de Mompracem. Quien no haya tenido la suerte de descubrir a Emilio Salgari entre los seis y los nueve años seguro que ya no está en disposición de entrar en el reino de los cielos; piratas, bandidos, historias de amor, abordajes, hombres de mar valientes y temerarios. ¿Qué más necesita un niño de esa edad para que se le enciendan por dentro unas ganas de aventuras para toda la vida? Yo estoy seguro que debo a Salgari, quien parece que jamás visitó estas islas donde escenificó sus novelas, una parte sustancial de mi espíritu aventurero; a ello tendría que añadir mis largos veranos en las orillas del río Alberche donde viviamos como pioneros aprendiendo ya entonces de las aventuras de Robinson Crusoe.
Bueno, pues sí, hacía un calor del carajo pero nada más comenzar a leer el sueño desapareció como por encanto. En una isla pequeña, Momplacen, Sandokán, el Tigre de Malasia, mira relampaguear la tormenta a través de la ventana de una pequeña casa que se alza sobre la cercana orilla del mar. Espera a su amigo Yañez, el portugués que habrá de traerle noticias de una belleza, La Perla de Labán, de la que no tardará el intrépido y sanguinario pirata de enamorarse. Me sumí en el libro de parecida manera a ia que seguramente lo habría hecho sesenta años atrás. Fue la lluvia y un fuerte viento los que me sacaron de la lectura inesperadamente tres horas después, llovía torrencialmente y el viento arrastraba el agua hasta mi macuto. Tuve que salir pitando, coger mis cosas y refugiarme en el interior del barco. Pocos minutos después entrábamos en el puerto. Ya no pude retomar durante todo el día mi lectura. El viaje hacia el norte de la isla lo hicimos bajo un continuo y espectacular aguacero. Terminamos nuestro día en Senggigi.
Finalizo el día satisfecho, un primer asombro, o su invitación al estupor, en el libro de Carlen, y un segundo, que lo fue cuando era niño y que hoy recordándolo me hicieron comprender la importancia que ese primer asombro encontrado en las novelas de Salgari o junto a la orilla del río Alberche tuvieron para mi temprana formación personal. Dos asombros; no está nada mal para un día de viaje. El primer asombro se lo debo a mi hija la Gorda y a Quique, un buen regalo aunque breve, y el segundo me lo debo a mí mismo. Esperemos que los asombros sigan germinando en nosotros; nosotros en compensación trataremos de regarlos, abonarlos y procurar que sigan dando espléndidas flores. Amén.
Imágenes
Las imágenes nada tienen que ver con el texto, pero es lo único que he encontrado de estos días en el cuarto oscuro de mi reflex.
La primera toma corresponde a uno de tantos "monstruos" que siembran la iconografia hindú. La segunda y tercera muestran un rito diario frente a las casas de Balí, todos los días una mujer se encarga de poner un pequeño cestillo de flores en el umbral de la casa; a veces se añade una varita de incienso. Imaginamos qué con ello tratan de tener alejados a los malos espíritus del hogar. Imaginamos.