Del asombro a la fascinación

Senggigi, isla de Lombok, Indonesia, 22 de enero de 2016

La lluvia cae torrencial sobre las palmeras y los tejados de zinc; su golpeteo es monótono y pertinaz. Un calor húmedo lo inunda todo. Hoy llovió también en la playa, un aguacero mientras leíamos apaciblemente junto al agua. La cantinela de la lluvia es el tic tac de fondo de la vida corriente de estas islas. Las golondrinas vuelan sin embargo indiferentes bajo la lluvia.

Ayer nuestro taxi andaba en mitad del aguacero camino de las montañas del norte de Lombok donde se yergue un volcán cercano a lo cuatro mil metros. El limpia no daba ya a basto y la carretera se veía difusamente a través de la cortina de agua. El coche seguía no obstante adelante en medio de nuestro escepticismo. Había que dejar a cuatro pasajeros rusos frente a las isla Gigi y decidir si seguíamos adelante pese al mal tiempo. Al final no llegamos a un acuerdo con el taxista en torno al precio del viaje que nos llevaría a Senaru en la base del monte Rinjani, de 3726 metros y ello fue suficiente para optar por quedarnos en una atractiva playa de Senggigi en lugar de subir hacia las montañas.

Hoy pasamos parte del día en la playa. La temperatura es suave, la cerveza está fría y mi mañana está llena de las aventuras del Tigre de Mompracem que suspira como un cachorrillo por estar al lado de la Perla de Labán, un flechazo que le ha dejado patidifuso impidiéndole durante día y noche pensar en otra cosa que no sea su amada. La altura literaria de Salgari no es excepcional pero la tónica del argumento es la misma que se repite una y otra vez en la historia de la literatura, esa enfermedad que aqueja a todo bicho viviente en edad de procrear y que hace posible cualquier locura para que amado y amada puedan fundirse en un solo abrazo.

Ayer fue el asombro, hoy, viendo uno se estos cuerpos en la playa que hacen soñar a uno despierto, era para dar un paso todavía más adelante y enunciar un sustantivo que sería, en el orden de intensidad, más incisivo que el asombro. Fascinación es la palabra. Uno se asombra primero ante algo, alguien, un hecho significativo, pero la fascinación sólo viene cuando el asombro se ha asentado y ha creado en nosotros una dependencia que hace que nuestra relación con el objeto en cuestión sea de total quedar en las manos de aquello que nos fascina al punto de, como si de un temprano amor se tratara, quedar nuestra voluntad anulada ante el objeto de nuestra fascinación. La fascinación hace que nuestra voluntad quede rendida, y en el caso de que el objeto de ésta sea ese consabido cuerpo de mujer al que nuestro instinto viste de todo cuanto deseable alguien puede querer, la fascinación es mayor porque ésta te agarra por donde más duele y no te soltará hasta que en algún momento del día la tensión producida, la fascinación quede a los pies, resuelta en sudor y semen.

Ésta es una de las muchas formas en que la fascinación se manifiesta, pero no la única: faltaría más; aunque uno echando manos de la broma esté dispuesto a decir que más allá de la genitalidad pocas cosas son tan claras e implícitas como la fascinación que ejerce la mitad del género humano sobre la otra mitad. Son notorios los ejemplos de fascinación que recorren la historia de la humanidad, de cualquier pueblo; esas personas que se apasionan por algo, un asunto arqueológico, una investigación, un paisaje, una actividad creativa, un deporte, un amor a la montaña y que hacen de ese algo su pasión de por vida. Son sujetos a los que la fascinación de un asunto, una actividad o una persona marca hasta el punto de generar una fuerza magnética entre el individuo, la actividad u otra persona imposible de quebrar. Como el Tigre de Mompracem deben abandonar prácticamente casi todo lo que les rodea para dedicarse de pleno a su fascinación del momento. Cuando tras el asombro uno persiste en permanecer anímicamente cerca de aquello que lo produce, uno está ya en una fase diferente en que el objeto de asombro se convierte en combustible para alcanzar el estado de fascinación.

Quizás para algunos esté hablando en chino, unos porque piensen que me voy por los cerros de Úbeda y otros porque estas cosas del arte y la belleza del mundo que habitamos sólo lo entienden en términos de rápido apareamiento. Sin embargo, necesitados como estamos tantas veces de rendir tributo a la belleza sin dejar aparte a los azares que ésta provoca en la hipófisis y teniendo en cuenta que la lentitud es un valor muy ponderado por poetas y gentes de extrema sensibilidad, analizar y tener en cuenta las lindes de estos conceptos, asombro y fascinación, puede ser de mucho provecho para el aficionado buscador de porqués que trata de comprender lo que sucede dentro de sí cuando algo fascinante aparece en su campo de visión.

Recuerdo que cuando tomé posesión de mi puesto de maestro en un pequeño pueblo de la cuenca minera de Asturias, en el valle del Narcea, no cabía en mí de gozo cuando un buen día de octubre el cielo se encapotó y empezó a llover de una manera totalmente desconocida para mí, un intenso diluvio que no paró ni día ni noche durante semanas. Nuestras ventanas y una pequeña terraza que cubrimos con dos grandes cristales daban a los hayedos del Narcea; desde allí veíamos caer la lluvia sobre la parte inferior del pueblo que aparecía como muerto envuelto en la monótona murria de un Macondo donde la lluvia era el único ser viviente. El asombro por tanta agua y después la fascinación por el climax que aquel entorno lluvioso creaba alrededor de nosotros y dentro de nuestro ánimo quizás fuera una de las constantes que mejor recuerdo de mis dos años de estancia en aquel pueblo. Bueno, hubo también otra fascinación adicional sin la cual aquel otoño no habría sido de tan grata memoria. Allá, en medio de las lluvias y la niebla, cuando era imposible salir a la calle y lo único que cabía era ver llover y echar leños de haya al fuego de la chimenea, un buen día se me apareció en forma de ninfa de leche y nieve el cuerpo tristeacontecido de mi compañera de escuela, una maña soltera que vivía frente a nosotros en compañía de su hija de dos años. Ella era una mujer triste que junto a su hija paseaba su aislamiento con un orgullo primitivo. Fue imposible con tanta lluvia, con aquellos largos días en que la luz apenas llegaba a los rincones de las habitaciones, no sucumbir a aquella nueva fascinación de tocar y desnudar aquel cuerpo que, en la semipenumbra del nido de águilas en el que vivíamos en lo alto del talud del pueblo, se convirtió en el aliado perfecto con que atravesar una vez más la fascinación que la vida puede ofrecer en cualquier rincón de su regazo. Y pese a su ánimo y a la lluvia fue bonito ver despertar en los ojos de aquella mujer el brillo de una alegría nueva que nacía sin duda de la posibilidad de romper las normas establecidas para dedicar largas horas de nuestra mutua fascinación a templar las cuerdas de un demorado placer que se nutria del temblor que en nuestras manos y en nuestros cuerpos se producía al contacto con el otro cuerpo.

La historia de la monogamia -leo actualmente el texto de Engels, Sobre el origen de la familia, la propiedad privada y el estado- es una historia triste que debería advertirnos de que no son en general los imperativos del amor los que sustentan su origen y mantienen su estabilidad, sino aquellos otros de carácter económico. Nos engañamos cuando contra natura queremos olvidar que uno de los más dulces momentos que un ser humano puede pasar es en los brazos de otro ser humano, diga lo que diga la moral establecida. De ahí los momentos de gracia a que uno pueda quedar “expuesto” cuando tiene disposición a estar abierto a todas las fascinaciones que se puedan cruzar en nuestro camino. Hombres y mujeres han encontrado a lo largo de toda la historia modos de burlar el cinismo que esconden determinadas normas morales, ellos buscando una tercera vía para sus encuentros amorosos y ellas coronando a sus cónyuges con sustanciosas cornamentas. ¿Para qué tanto lío con lo lindo que es sucumbir a la fascinación?