Osaka, 8 de noviembre de 2015
Hoy, mientras paseábamos por los jardines de Osaka-jokoen se me ocurrió que Proust se quedó muy corto en la descripción de algunos aspectos de la naturaleza. Había leído el día anterior en Henry Miller la profunda experiencia que hacía dejado en él el mundo de Balbec que Proust tan minuciosamente recrea, manzanos y perales en flor, que como sus muchacha también en flor, dejan en el ánimo la profunda emoción de un descubrimiento que acaso, como le sucedía a Miller, te acompañe toda la vida. No resisto la tentación de volver a citarle aquí: "Tengo la sensación de estar inmerso en el plexo mismo de la vida, en el centro, cualquiera que sea el lugar o posición en que me sítúe o la actitud que adopte. Perdido como cuando en cierta ocasión me hundí en las profundidades de un bosquecillo en flor y, sentado en el comedor de ese mundo gigantesco de Balbec, capté por primera vez el profundo significado de esos silencios interiores que manifiestan su presencia mediante el exorcismo de la vista y del tacto. Vuelvo a experimentar el poder de esa revelación que permitió a Proust deformar la imagen de la vida de tal modo, que quienes, como él, son sensibles a la alquimia del sonido y de los sentidos, son capaces de transformar la realidad negativa de la vida en las formas sustanciales y significativas del arte". A mí también los tiempos de Balbec que recrea Proust en "A las sombras de las muchachas en flor" me dejaron una profunda huella, esas lecturas que, además de producir un placer inmediato, son capaces de estimular tu percepción y sensibilidad hasta el punto de que ya ninguna primavera de tu vida va a pasar sin que el estímulo de las flores de los manzanos, de los espinos blancos, de los perales vengan a llenar de gozo un simple paseo. Hundirse en las profundidades de un bosquequecillo en flor y vivir la revelación de que habla Miller se hace posible en este caso gracias a la literatura, a la capacidad de Proust de transmitir sus sentimientos y sensaciones de modo que hagan vibrar la emoción del lector. Esa es la idea que perseguía hoy mientras paseando bajo un suave chirimiri íbamos descubriendo aquí y allá ese extraordinario mundo que el otoño deja en algunas partes privilegiadas del planeta, algo que en Japón recibe el nombre de momij, el tiempo en que las hojas de los árboles arrebolan los bosques con esas tonalidades cálidas que desde el suave amarillo de los álamos pasando por una extensa gama de colores cálidos llega hasta el vívido rojo de las hojas de los arces. Y es el caso que así como la primavera es prolífica y espléndida en la obra de Proust, no sucede lo mismo con el otoño. Uno, que ha sido ayudado, y mucho, a amar la naturaleza y a apreciar sus rincones con un profundo sentimiento de recogimiento y admiración, y que sabe que tiene un débito con la literatura y la música que han estimulado su acercamiento a los paisajes naturales, echa de menos en Proust el que éste no haya dedicado una parte de su escritura a esta estación del año, sin duda la más bella de las estaciones cuando en el lugar concurren álamos, alerces, arces, perales, hayas, cerezos, abedules, toda esa tropilla de árboles que hoy, en el parque de Osaka-jokoen, hacían del lugar un mundo encantado pese al público que lo visitaba. Pese, sí, porque aunque los japoneses sean una de las culturas más sensibles a la belleza del otoño y la primavera, y les queda el derecho a recrearse en ella, un servidor, que es un tanto exclusivista y egoísta hubiera preferido tener el Parque para mi solo, algo que me sucede con frecuencia cuando en España me empeño en seguir las huellas del otoño por lugares poco frecuentapón hay tanta gente que me temo que eso de disfrutar la soledad de la montaña y el otoño debe de ser algo difícil de conseguir. En el mundo va a ser cada vez más complicado ejercer esta pasión. Días atrás leía en la guía que hay ciudades como Kyoto en las que, cuando florecen los cerezos o las hojas de los árboles doran el bosque, no es fácil encontrar un lugar para hospedarse.
Había llovido toda la noche y nos habíamos resignado a renunciar a dar una vuelta más por Nara o por el otoño de Osaka, pero cerca del mediodía la lluvia se hizo chiemrimiri y nos decidimos a salir. Cogimos el metro hasta la estación de Temmabashi y allí, pese a que la lluvia molestaba más de la cuenta, nos dirigimos al parque de Osaka-jokoen. En realidad un tiempo así es el mejor momento para fotografiar el otoño; el sol, que achicharra los colores y destruye la sutileza de los matices que se ahondan en las sombras y hacen posible unas tomas llenas de pequeñas variaciones de color, es siempre un estorbo para el fotógrafo amante del otoño. El parque y su castillo, prominente como un gran señor, ocupan una pequeña colina en el centro de la ciudad. Un enorme foso y unas murallas de grandes rocas, la más grande de las cuales tiene una superficie de cincuenta y cuatro metros cuadrados (habría que saber cómo en el siglo XVI estos grandes sillares fueron transportados hasta aquí), rodea el lugar. Todo el parque es obra del gusto por la naturaleza que ya lo grandes señores medievales de la isla habían desarrollado con primorosa dedicación.