Kyoto, 9 de noviembre de 2015
No sé cuantos kilómetros hay entre Osaka y Kyoto, pero en cosa de hora y media habíamos cambiado de ciudad y nos habíamos instalado en la guesthouse que nos servirá de hogar los tres días siguientes. La casa se encuentra en el fondo de un retorcido callejón al norte de la ciudad, junto al gran parque del Palacio Imperial. La viuda que nos atendió en la puerta tras reiteradas llamadas por nuestra parte desde el umbral, es una anciana de movimientos lentos y pocas palabras que probablemente, tras la muerte del marido y la partida de los hijos, hace de su, tiempo ha, concurrida casa, un espacio de silencio de tanto en tanto visitado por viajeros ocasionales. La primera impresión nada más subir al primer piso donde está nuestra habitación, es la de entrar en la escenografía de una película de Ozu o de Nagisa Oshima, una clásica casa japonesa, estancias acristaladas y delgadas paredes de madera con el suelo cubierto de esterillas y una amplia mesa baja, un farolillo de papel y un pequeño armario empotrado donde se guarda la ropa de cama. Los dos grandes ventanales dan a un jardín semiabandonado que está ocupado por un pequeño bosquecillo de cañas de bambú. La estancia huele profundamente a fibras vegetales, probablemente el olor que dejan las esterillas, que tienen el aspecto de haber sido renovadas recientemente.
Hoy sería capaz de revivir muchas escenas cinematográficas que transcurrieron aquí, en una escenografía similar a la que hoy ocupamos, esas puertas correderas por las que asoma un día el patrón de la casa y observa, en
"El imperio de las pasiones", a la sirvienta de rodillas fregando el suelo al tiempo que ésta, que ha adivinado su presencia, se sube disimuladamente la falda dejando su culo desnudo al descubierto; escena que será, necesariamente, el comienzo de una controvertida aventura erótica destinada a terminar en tragedia; hogares tan diferentes a los nuestros en donde la vida también transcurre siguiendo otros ritmos y otras pautas pero que vemos con gusto por su armonía, los modos de hacer, la elegancia de una cortesía que percibimos como regalo para la vista y los sentidos; numerosas escenas, en fin, de la vida cotidiana que el cine nos ha servido con todo lujo de detalles y circunstancias y que sirvieron para introducirnos en una cultura cuyos hábitos y ritos, conceptos sobre la belleza, las relaciones sociales, la muerte y una extendida autoinmolación hace que degustamos el arte japonés como una extraña joya a la que hay que adaptar la mirada para disfrutarla con nuevos ojos.
Afuera la lluvia caía suavemente con la cotidianidad propia de la época. No nos costó trabajo echarnos a la calle preparados para hacer una larga caminata por la ciudad y alguno de sus parques. Después de comer, cinco platos tenía el menú, como quien se da una vuelta por una amplia gama de sabores, volvimos a sacar los paraguas y nos dirigimos al parque. Últimamente estamos llegando a la conclusión de que lo nuestro no es viajar, nos desplazamos de un lugar a otro pero parece que no tuviéramos otro interés que hacer exactamente lo mismo que haríamos en este tiempo estando en casa, es decir, perseguir allá donde se encuentre la belleza, que por cierto no es cosa exclusiva de los museos ni similares. En otoño no hay museo que valga, paisaje o calles de renombre que puedan hacerle sombra al dorado entorno de los bosques y jardines. Puestos a elegir y a disfrutar haciendo buenas fotografías no hay otro escenario mejor que el que ofrecen los árboles.
Los árboles. Qué poco homenaje reciben estos seres robustos, señores indiscutibles del bosque que con su porte, la textura de su tronco, sus raíces como gigantescas manos sarmentosas arrastrándose por la superficie de la tierra, su alborotada pelambrera dorada, visten la última etapa del año con las mejores y más bellas galas como quien se aprestara en las cercanías del letargo invernal a hacer una última demostración de valía antes de sucumbir al frío y a la grisura del final del año.
Es muy probable que nuestro paso por Japón quede reducido a estos bellos ejemplares de árboles y sus congéneres y que el tiempo no nos dé para completar un mínimo programa de visitas obligadas. Qué le vamos a hacer, creíamos que llegaríamos tarde a este acontecimiento estacional, y nos hemos visto sorprendidos precisamente por su apogeo. Si no nos da tiempo para ver mucho más lo dejaremos para la próxima reencarnación.