Almaty, Kazajstán, 12 de octubre de 2015
Quizás no haya conocimiento más veraz sobre las personas que aquel que se obtiene de la contemplación de un rostro. La mirada fugaz que recoge la cámara cuando aprietas el disparador siempre es la antesala de una vida nueva que se asoma a tu conocimiento como un bosque que abre sus puertas a un amante de la naturaleza empeñado no sólo en conocer los árboles, su textura o su color cambiante a lo largo de las estaciones sino también en saber de su espíritu que riela rutilante en cada rincón de la espesura. Comparar un bosque a un rostro se me antoja esta mañana como una plausible manera de entender algunos hechos esenciales en torno a la naturaleza y a las personas. En un mundo como el nuestro tan racional y dado a codificar información para servírnosla más tarde en forma de frío manjar de datos y números, descubrir que la mirada de un niño, una joven o una anciana puede hablarnos un lenguaje íntimo en donde sobran las palabras pero que precisamente por ello puede llegar a nuestro conocimiento y a nuestra emoción como llegan las cosas elementales, los pensamientos puros e incontaminados, es un asunto que mucho tiene que ver con el arte de la fotografía. No hablo de mis fotografías, claro, me refiero a los grandes retratistas de blanco y negro cuyas tomas son capaces de mostrar en esos pocos haluros de plata que es un retrato en blanco y negro una parte sustancial de la personalidad del retratado.
Todo es tan fugaz en la vida que cuando uno aprieta el disparador de la cámara apenas tiene tiempo de ver una milésima parte del rostro que tiene delante; ocupado como puede estar en ese momento en aspectos técnicos como el enfoque, el encuadre, la dirección de la luz, su calidad, al fotógrafo no le cabe más que poner una vela a la virgen para que en el momento del disparo el sujeto fotografiado pueda ofrecer de sí algo de esa mirada interior que nos hable por sí misma del alma que se esconde tras sus ojos, su sonrisa, su adultez, su vacío o la plenitud de una vida que obviamente aparece en nuestro mirar.
Eran tantos cada día los rostros que de una manera u otra mi cámara ha tenido la oportunidad de retratar que por fuerza tuve que plantearme la necesidad de cambiar de herramienta. El pasado año me había comprado una Canon, la de gama más alta de las compactas pensando que para mis largas jornadas de caminar por España o los Alpes una reflex era excesivamente abultada, sin embargo a estas alturas del viaje he terminado por comprender que necesitaba una máquina mucho más acorde. La capacidad para indagar lo que tienes delante de una reflex y la posibilidad de los enfoques selectivos que ofrecen este tipo de cámaras son tan extraordinarios que a última hora no he podido resistir la tentación de comprarme una Nikon y un par de objetivos. Con ella voy ahora explorando la calle, el paisaje o los rostros de la gente con los que me topo.
Siempre me gustó comparar mi cámara con un cazamariposas. Vas por ahí, caminando, pensando en tus cosas, decidiendo acaso que va a ser ti en los próximos meses y de repente, date, se te cruza la sombra de un jabalí, un juego de luces y sombras del bosque, una flor, uno de esos líquenes anaranjados de bellas formas lobuladas, la corriente confusa y alborotada de un riachuelo sobre cuyo caudal se vuelca la silueta de una edelweis o una genciana acaulis y ya tus cavilaciones quedaron interrumpidas, tu instinto de fotógrafo se despierta de inmediato y te encuentras sacando tu cazamarioosas y tratando de recolectar un trozo de inapelable belleza que meterás en el cajón oscuro de tu cámara para servirte de él como elemento de contemplación futura, como recreo para tus ojos y tu espíritu en los momentos en que es hermoso recrear la belleza, los ojos, la sonrisa, el asombro de un niño con que en cierta ocasión de recorrer el mundo te encontraste junto a una yurta.
No hay mucho tiempo cuando uno se encuentra con un rostro de andarse con demasiadas componendas. Uno no puede detener a alguien en la calle, pedirle permiso y hacerle posar durante media hora hasta que obtengamos el retrato deseado. Todo sucede de una manera más casual, como mucho tratarás de encuadrar y comprobarlo cómo la luz baña el rostro, el resto pertenece casi siempre al ámbito de la suerte. Está el punto del juego que haces con el zoom, el presentimiento de que de ahí puede salir un buen retrato, pero nada más. Es más tarde, antes en el laboratorio fotográfico, cuando la imagen empezaba a perfilarse en la cubeta de revelado que empezabas a reconstruir un gozo que previamente no tuviste tiempo de completar en su totalidad, que el placer del fotógrafo se revelaba en toda su importancia. El placer tenía dos tiempos, el de la toma y el del revelado, momento este último en que uno descubría los rastros de la personalidad, la estética, la armonía del juego de luces, la gradación de los grises, la fuerza o la sensualidad de un rostro. Ahora el tiempo de espera ha desaparecido y casi de inmediato uno puede obtener una idea aproximada del resultado en la pantalla de la cámara y conocer de antemano qué obtendrás tras unos breves retoques con el procesador de imágenes.
Hablar de placeres y emociones es una buena constante para mantener el cuerpo y la mente en forma, bueno, hablar y perderse entre ellos para que el alma no se apolille y pueda exprimírsele toda la sustancia que sea posible. Y para suscitar aquellos y alimentar éstas la fotografía es una herramienta muy que muy adecuada.
Ahí dejo más abajo una amplia colección de retratos que he ido recolectando hasta ahora por toda Asia Central, el Cáucaso o Turquía. No me he traído en el viaje mi PC mi el Photoshop para dar un acabado a las tomas, pero ahí quedan como pasable muestrario algunos de los retratos de gentes con las que convivimos en algún momento o con las que nos tropezamos a lo largo de estos primeros cuatro meses de viaje.