En el Altiplano del Pamir


Murgab, Pamir, Tayikistán, 29 de septiembre de 2015

Día de descanso en Murgab, una localidad de casas dispersas en el altiplano a cuatro mil metros. El sol calienta tibiamente a través de los cristales, un jersey es suficiente para sentir un agradable confort en esta mañana de otoño. El llano esta rodeado de altas montañas de aspecto desolado, esa clase de belleza adusta que corresponde a los parajes que apenas han sido transitados desde la creación del mundo. Es difícil hacerse a la idea de cómo es la vida aquí en la estación más fría. Ayer paramos a comer algo en una pequeña aldea en casa de un amigo de Ahmed, nuestro conductor, y pudimos conversar brevemente con algún vecino. El lugar en donde lo hacíamos era una habitación rectangular cubiertos el suelo y las paredes por alfombras. Era un espacio acogedor y tranquilo rodeado por un paisaje severo abierto a los vientos por los cuatro costados. Nos decían que la temperatura puede llegar allí a los cuarenta o cincuenta grados bajo cero en invierno. Me he encontrado algunas veces con estas temperaturas en mis lecturas, cazadores en la cuenca alta del Makenzie, en Canadá o en algunos relatos o documentales sobre los inuits ( podéis ver un magnífico documental de los años veinte, su título "Nanuk, el esquimal", de Flaherty), pero nunca llegué a comprender físicamente qué significa eso, tan extremosa me parece esa temperatura. Si a ello le sumamos la altitud a la que se encontraba la casa, su exposición al viento, la nieve y que en absoluto los edificios tienen un especial aislamiento, mi comprensión todavía se hace menor. Todo lo que uno desconoce -ah, nuestra ignorancia-, se vuelve obtuso e inexplicable. Hablamos también de la escuela. Sí, sí tenían escuela, escuela y médico de medicina general. El médico lo tienen que pagar y si necesitan un especialista o atención de urgencia tienen que bajar a Khorog o incluso a Dushanbe, algo bastante improbable de realizar en invierno e imposible de atender económicamente por unas familias que apenas deben de ganar para subsistir. Sobre el tipo de comida de que se alimentan a estas alturas uno puede hacerse una idea con la que tuvimos nosotros, un cuenco de yogur que se tomaba a modo de sopa mezclándolo con pan, un platillo de mantequilla, té y unas manzanas que había comprado Ahmed en la mercado de Khorog por la mañana.

Fuera, al sol, la abuela tejía una rústica alfombra con sus manos de sarmentosos dedos. Tenía setenta y cuatro años (hay una foto de ella más abajo)  mientras su marido con su barba de rabino y vestido con el atuendo a la usanza de la región contemplaba su trabajo. Algunas mujeres llevaban cubierto el rostro. Pregunté, es por el frío, me dijeron. El diseño de las edificaciones no ha pasado por algo que pueda entenderse como consideración estética, un simple paralelépipedo, en el que se abrían algunas reducidas ventanas y la puerta, eso era todo. A pocos metros de la casa existe una pequeña construcción destinada a los servicios, de hecho una estancia totalmente vacía con un agujero en el suelo. La techumbre la compone una superficie plana de material. Las casas, de muros de adobe, están encaladas y se extienden diseminadas por el llano sin orden aparente. En las afueras un montón de basura señala la posición del vertedero comunal. El pueblito se llamaba Alichur, se encuentra un poco más allá del Koi-Tezek Pass. Para terminar la descripción del lugar hay que añadir que en la casa donde pernoctaríamos, en Murgab, junto al cuarto destinado a retrete existía otra habitación que enseguida me recordó unas escenas del "Manantial de la doncella", aquella sauna que sirve a Max Von Sydow para rescaldar su cuerpo antes de flagelarse con ramas de abedul, un lugar acogedor con una estufa en un rincón, un entarimado en el suelo y un pequeño repollete. En un rincón humeaba un gran barril de agua.

Viajes como el de ayer en realidad son viajes a ninguna parte, el viaje encierra en sí mismo toda la razón de ser, no se trata de ir de un punto de interés a otro; en este caso ni el punto de partida ni el de llegada tenían atractivo especial, era el valle desfilando ante nuestros ojos, los glaciares colgando de las agresivas picorotas que se erguían en las alturas, los bandazos del coche de uno a otro lado de la pista, la partición de un pueblo sumergido en un pantano, los colores cambiantes de las montañas desde la sedosa textura al pastel de algunas laderas a la agreste y oscura verticalidad que venía en lo alto a estrellarse contra los seracs de algún glaciar. Todo un plato de gusto para los sentidos. El viaje es tan intenso en estos lugares que no cabe la idea de pensar en un destino, el destino es algo que se renueva a cada minuto, a cada vuelta del camino, cada vez que un bosque de sauces aparece junto al río dorando con sus hojas otoñales una parte del conjunto.

La carretera, que lleva el nombre de Highway del Pamir, la construyeron los rusos en los tiempos de la invasión de Afganistán. En ella cortos tramos de asfalto se alternan con largos recorridos sobre un macadán de piedra y polvo, cerca de cuatrocientos kilómetros que exigen todo un día de camino.

Terminamos el día en un guesthouse que pertenece a los padres de Ahmed, nuestro joven chófer. Su madre, una mujer menudita de acaso un metro cuarenta de estatura va a ser la encargada de atender todas nuestras necesidades durante nuestra estancia en Murgab. Durante el día nos encontraremos constantemente su carita risueña y bondadosa pendiente de ofrecernos un té o cualquier otra cosa que podamos necesitar.

Nuestra velada de anoche se alargó al calor de una conversación que iba de un lado a otro del mundo como si el espacio hubiera desaparecido. Los contertulios, una pareja francoinglesa y un ciclista alemán que llevaba ocho meses de pedaleo desde que saliera de Berlín. Consumimos dos grandes teteras antes de marcharnos a la cama. Hoy, cuando despertamos ya habían volado. Disfrutamos una tranquila ociosidad en el silencio de la casa. Victoria anda con problemas de estómago y reposa tumbada sobre la alfombra. Nuestra habitación es un acristalado mirador hacia las montañas. En un rincón de la habitación un reloj de pared marca con su tic tac el paso del tiempo. Las paredes están cubiertas de alfombras y junto a la puerta las jambas están adornadas por imágenes de esos ciclistas a los que loaba en mi último post. Nos decía ayer el ciclista alemán que en realidad para ellos esto es como el Camino de Santiago de Asia Central. Levanto la cabeza y abajo, en la carretera, veo pasar dos ciclistas más. La repera, la locura parece haberse adueñado de gentes de todo el mundo empeñadas en atravesar estos lugares en bicicleta. No me parece menos esta aventura loca de dedicar un año o dos de la vida a recorrer las cordilleras y los desiertos de Asia Central. Hermosa locura, por cierto.